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viernes, 11 de octubre de 2024

REZA PHALEVI: El déspota que empujó a Irán a la revolución

Agosto de 1941. Ante el estupor del Shah Reza Khan, divisiones de las fuerzas británicas y del Ejército Rojo irrumpen en Irán. Atónito, observa cómo parte de sus soldados se marchan a sus casas sin oponer resistencia, mientras los demás son encerrados en los cuarteles por las tropas invasoras. Sin la ayuda de su tan amado ejército, el reinado de Reza Khan escribe su último capítulo. “Nosotros lo pusimos, nosotros lo quitamos”, diría el Criminal de Guerra Winston Churchill días más tarde. Y es que para ingleses, rusos y americanos, la admiración que el destronado Shah profesaba al Führer alemán Adolph Hitler había ido demasiado lejos. Con una Europa en guerra, la influencia alemana sobre Irán era cada vez mayor, y el emperador se complacía con cada golpe que el III Reich asestaba a sus enemigos, a quienes él también odiaba profundamente. Con Teherán repleta de alemanes, Londres temía perder el petróleo iraní (principal fuente de combustible de su armada), y Moscú, que la Wehrmacht pudiera acceder desde allí a la zona del mar Caspio. Pero lo que más preocupaba a los aliados era la negativa del Sha a su uso del ferrocarril transiraní, mediante el que ingleses y americanos querían hacer llegar armamento y víveres a Stalin. A la vista de las circunstancias, los aliados decidieron intervenir y derrocar a Reza Khan. Pero si bien sus días como emperador habían tocado a su fin, su estirpe, la de los Pahlevi, tenía otra oportunidad. Tras el ultraje, los ingleses ofrecieron al Shah una salida honrosa: abdicar a favor de su hijo Mohamed (1919-80), a quien darían apoyo. Así es como, mientras los británicos se llevaban en un barco a Reza Khan hasta Johannesburgo, un joven de tan solo 22 años se convertía de la noche a la mañana en el nuevo Sha de Persia, quien en realidad se convirtió en un títere de Occidente. Y lo fue hasta su caída… Era el principio del fin de uno de los imperios más poderosos y prolongados de la historia. De naturaleza enfermiza y carácter tímido, Mohamed Reza Pahlevi se había formado en la selecta escuela Le Rosey de Lausana, Suiza, y en la Escuela Militar de Palacio en Teherán, donde fue sometido a la férrea disciplina que tanto gustaba a su progenitor. Tras una infancia y adolescencia lejos de las obligaciones del poder, en 1939, siendo todavía alumno de la escuela de oficiales, cumplía veinte años, se casaba con la princesa Fawzia de Egipto y era nombrado por su padre general del ejército iraní. Su primera gran responsabilidad le había sido otorgada. Pese a ello, y a que tan solo dos años más tarde accedería repentinamente al trono, al joven le interesaba más organizar bailes de máscaras, jugar al fútbol o volar en su avión particular que cualquier asunto de índole política. Pero las circunstancias relegarían su talante disperso e inseguro. Pronto intentaría adoptar la despótica personalidad de su padre. Durante el primer decenio de su reinado procuró estar en un segundo plano para seguir disfrutando de los placeres de la vida. Aun así, los primeros visos de megalomanía no tardaron en aparecer. Se deleitaba leyendo sobre sí mismo, contemplándose en sus múltiples retratos o inaugurando efigies en su honor. Su impopularidad entre el pueblo, que rechazaba sus maneras de monarca absoluto, iba en aumento. En 1949, un joven disfrazado de reportero gráfico le disparó a quemarropa, hiriéndole de gravedad. Era la prueba definitiva de que muchos deseaban su cabeza. A partir de aquel instante, un ejército de policías le rodeó en cada una de sus apariciones públicas. En 1951, el doctor Mossadegh, antiguo rival de Reza Khan, es nombrado primer ministro. Al cabo de tres días, el Parlamento aprueba su proyecto de ley de nacionalización del petróleo, toda una afrenta a sus aliados de Washington y, sobre todo, de Londres (el proyecto de ley ordenaba liquidar la Anglo Iranian Oil Company). Contagiado por el éxtasis popular, el Shah firma el decreto de nacionalización de Mossadegh, que contaba entonces con la aprobación de la máxima autoridad religiosa del país, el ayatolá Kashani. Pero, tras dos años de gobierno, la política de nacionalizaciones de Mossadegh y su decisión de expulsar a los ingleses de los campos petrolíferos, originando que las potencias occidentales mantengan firmemente el bloqueo de Irán y el boicot a su petróleo, colocaron al país al borde del abismo. Desesperado, el primer ministro escribe a Eisenhower apelando a su conciencia. Pero este no solo no le responde, sino que le acusa de comunista. En tanto, el ambiente se enrarece y un sinfín de conspiraciones, tanto de los islamistas radicales como de los partidarios del Shah, parece augurar un trágico desenlace. Es así como Reza Pahlevi huye a Roma con su nueva esposa, Soraya Esfandiary, temeroso de que la ira popular que inunda las calles de Teherán ponga en peligro su propia vida. Eisenhower le llama para tranquilizarle y para asegurarle que sigue contando con él. Es en Roma donde cae en la cuenta del riesgo de perder el trono y decide abandonar la dolce vita que llevaba hasta el momento y ejercer todo su poder. En agosto de 1953 Mossadegh es destituido por un golpe de Estado orquestado por la CIA, aunque la decisión se tomó con el beneplácito del Sha y en connivencia con el gobierno británico. Cuando regresa de su breve exilio, los estudiantes están en huelga y se suceden las manifestaciones. Con Mossadegh fuera de la circulación, el Reza Phalevi reclama la ayuda de Estados Unidos, que responde enviando 45 millones de dólares. Consciente de que necesita su apoyo, empieza a viajar con asiduidad a Washington y reabre las relaciones con Londres. Es un retorno a la venta de Irán a Occidente y el principio de su auténtico reinado. Empeñado en evitar otra crisis como la que acaba de vivir, el Shah decide emular a su padre y saltarse la Constitución de 1907, que preveía un gobierno formado por un gabinete y que limitaba al mínimo los poderes de la Corona. Así, en 1955 destituye al primer ministro Zahedi, colocado a dedo por los americanos tras la caída de Mossadegh, y se convierte en mandatario único del país. En la misma dirección cabe considerar la decisión de crear su particular puño de hierro dos años más tarde, la Savak, el temible servicio de inteligencia y seguridad interior de Irán que atemorizaría y castigaría con extrema dureza al pueblo iraní durante más de dos décadas. Un clima de sospecha, miedo y terror se extiende a partir de aquel instante por todos los rincones. Se masca de todo menos la paz. En 1958 Reza Pahlevi se divorcia de Soraya debido a su infertilidad, y un año y medio más tarde contrae matrimonio con Farah Diba, una estudiante de arquitectura con la que tendrá dos hijas y dos hijos, el mayor de los cuales, Ciro, se convertiría en el tan deseado príncipe heredero. Tras el duro período represivo de los años cincuenta, las potencias occidentales animan al Shah a introducir reformas y a modernizar el país para evitar dar argumentos revolucionarios a opositores y agitadores. Así, en enero de 1963 Reza Pahlevi declara la llamada Revolución Blanca con el fin de reforzar su poder y aumentar su popularidad. Con ella, buscaba más bien en el exterior el aplauso y el reconocimiento que se le negaban en el interior. Su primera decisión será la de ganarse a los campesinos declarando la reforma agraria y ofreciéndoles tierras. Imbuido de un falso espíritu altruista, trato de dar el ejemplo entregando sus fincas. Viaja por todo el país y regala actas de propiedad a los campesinos mientras se deja fotografiar para labrarse una imagen de benefactor. Pero el escándalo no tarda en explotar. Para su sorpresa, sale a la luz que las fincas y tierras que regala habían sido expropiadas ilegalmente por su padre tiempo atrás, por lo que tenían ya un dueño legítimo. Por si fuera poco, ordena quitar tierras a las mezquitas con el pretexto de regalárselas a los campesinos. Pero los destinatarios no serán estos, sino los más allegados al régimen: generales, coroneles y la camarilla de la corte. Cuando la noticia se extiende entre la ciudadanía provoca una ola de indignación. El país es un polvorín a punto de saltar por los aires. La población, encantada en un primer momento con los principios de la reforma agraria, comprende que la Revolución Blanca no tenía otra intención que la de lavar la nefasta imagen pública del Shah, y no la de sacarla efectivamente de la pobreza. Por si la situación no fuera suficientemente delicada, en aquella época Reza Pahlevi había decidido conceder inmunidad diplomática a todos los militares norteamericanos y a sus familias. La respuesta airada provino entonces de los mulás, los intérpretes de la religión y la ley islámica, que se quejaron de que dicha inmunidad era contraria al principio de autodeterminación. Fue entonces cuando Irán escuchó por primera vez la voz de un ciudadano de Qom, que contaba ya más de sesenta años: el ayatolá Jomeini. Tras oponerse al Sha de manera implacable, la policía lo detiene, lo que desata una catarata de manifestaciones que exigen su liberación inmediata. La mecha se había prendido en Qom. El fuego de las protestas se propagó a ciudades como Teherán, Meshed, Tabriz o Isfahán. Ante la magnitud de los acontecimientos, Reza Pahlevi manda sacar el Ejército a la calle. Corría el mes de junio. La sublevación duró cerca de medio año y se saldó con un balance de casi veinte mil bajas entre muertos y heridos. Jomeini, expulsado del país, se refugia en Nadzjef, Irak. “No esperéis, no os detengáis, no os durmáis. El Shah debe marcharse”, seguía repitiendo desde el exilio. Reza Pahlevi parecía haber ganado el pulso, pero su ofensa a los poderes religiosos acabaría costándole muy cara. La semilla de otro tipo de revolución se había plantado. Ante tal avalancha de contrariedades, emprendió una huida hacia delante. En 1967 se coronaba emperador de Irán en una fastuosa ceremonia a la que asistieron destacadas personalidades de todo el mundo. Mientras que en 1971 celebraba el 2.500 aniversario de la monarquía persa inundando Persépolis de un increíble fasto valorado en 100 millones de dólares. En el ámbito exterior, el Shah jugó la carta de la distensión y practicó una calculada política neutralista, que permitió visitar Teherán a mandatarios comunistas como el soviético Podgorny, el yugoslavo Tito o, más tarde, el chino Hua Guofeng. La jugada parecía arriesgada, pero los esfuerzos por sumar adhesiones pesaban más que la posibilidad de ofender a sus aliados occidentales. Mientras tanto, la delicada situación interna llevó a Reza Pahlevi a rearmar su ejército sin reparar en gastos. Su obsesión por adquirir grandes cantidades de sofisticado equipamiento militar a las potencias extranjeras alcanzó su apogeo en 1972, cuando la administración Nixon acordó con él la venta de cualquier clase de armamento siempre que no fuese nuclear. Gobiernos y empresas occidentales se frotaban las manos ante el ímpetu comprador iraní, sin tener en cuenta las posibles consecuencias. En octubre de 1973, los países árabes productores de petróleo limitaron su suministro mundial como respuesta al apoyo militar que Estados Unidos estaba prestando a Israel. En diciembre el Shah fijó los nuevos precios del petróleo en su país, cuyo valor se había cuadruplicado a raíz del embargo. Irán pasaba de ingresar 5.000 millones de dólares al año en exportación de crudo a recibir 20.000. Eufórico, afirmó ante la prensa internacional que “en diez años los iraníes tendrían el mismo nivel de vida que alemanes, franceses o ingleses”. Encerrado en su palacio, ordenó duplicar las inversiones, importar tecnología, construir plantas de energía atómica y fábricas de productos electrónicos y convertir el Ejército en el tercero del mundo en cuanto a potencial armamentístico. Ante su residencia de St. Moritz, en Suiza, presidentes y primeros ministros de países de primera línea hacían cola para presentarle sus propuestas. Sin prever las consecuencias de su irresponsabilidad, la orgía compradora de Reza Pahlevi arrastraría al país y a su figura a la catástrofe absoluta, dilapidando lo impensable en todo tipo de mercancías solo para descubrir que Irán no disponía de puertos para hacerlas desembarcar, ni de almacenes para depositarlas ni de personal especializado para transformarlas. Solución: contratar personal extranjero al que se pagarían sueldos estratosféricos. Una vez más, el Shah se equivocaba. Cubrir de oro a expertos del exterior suponía insultar de nuevo al sufrido pueblo iraní. En efecto, Reza Pahlevi seguía gastando al mismo ritmo que crecía el malestar entre la mayoría de los segmentos de la población. El despotismo indisimulado, la durísima represión y las dificultades financieras que se vivieron entre 1976 y 1977 (pese a los enormes ingresos procedentes del petróleo) desembocaron en un previsible estallido de violencia instigado por la oposición. Desde su exilio, Jomeini grababa cassetes con proclamas que animaban a la gente a plantar cara al Sha (“En nombre de Alá misericordioso, ¡gentes, despertad!”) y su popularidad crecía sin cesar. Mientras la Savak se ensañaba arrestando y torturando a los opositores, el proceso de desmembramiento del régimen imperial era ya imparable. Desde Estados Unidos, el presidente Jimmy Carter presionaba para que el Shah introdujera ciertas reformas democráticas, lo que, irónicamente, contribuyó a acelerar los acontecimientos. Conscientes del apremio americano, los iraníes salieron a la calle con más ímpetu. A pesar de la brutal represión, la gente empezaba a perder el miedo y las manifestaciones masivas se sucedían. En diciembre de 1978, un millón de personas desplegadas por Teherán determinaron luchar hasta derrocar al Sha y pidieron a Jomeini (por entonces en Francia por la coacción de Irán al vecino Irak) que tomase las riendas. Finalmente, a principios de 1979 Reza Pahlevi pactó su salida del país con Bakhtiar, un opositor moderado que él mismo había nombrado primer ministro quince días antes en un tardío intento de apaciguar la situación. La familia imperial tomo de inmediato un avión con rumbo a Asuán, Egipto. El Imperio se volatiliza y la República Islámica, con el régimen de los ayatolás comandado por Jomeini, toma el relevo. En los siguientes meses, Pahlevi, enfermo de cáncer linfático, recorrió varios países en busca de un exilio dorado, hallando finalmente refugio en Egipto, en cuyo Hospital Militar de El Cairo dejó de existir el 27 de julio de 1980. Desde entonces Irán, convertido en un implacable enemigo de los EE.UU. e Israel, y permanente dolor de cabeza que desbarata sus nefastos planes de dominación.
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