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viernes, 24 de noviembre de 2023

LA MUERTE DE NAPOLEÓN: El final de una época tumultuosa

¿Fue envenenado Napoleón por los ingleses? Al respecto, existen muchas sospechas sobre las causas de su deceso que hasta hoy no se ha podido disipar. Como sabéis, en 1821 Napoleón muere en su prisión de Santa Helena, a consecuencias de una úlcera estomacal. 140 años más tarde, un dentista sueco, el doctor Forshufvud, publico un libro titulado “¿Fue envenenado Napoleón I?" obra que, al principio, pasa inadvertida. Pero, cuando el departamento de medicina forense de Glasgow examina cinco muestras de cabellos del Emperador, enviadas por personas distintas, todas contienen cantidades no despreciables de arsénico. En la primavera de 1965, luego del Sunday Telegraph, el primero en hacerse eco de experimentos que han utilizado incluso al reactor nuclear de Harlow, Paris Express, France-Soir y Le Journal de dimanche se apoderan del asunto. La opinión pública se conmociona. En la frontera belga, unos aduaneros encierran al historiador francés André Castelot en su compartimiento del tren para conocer su opinión acerca del asunto. Los informes de la autopsia hablan de una gran ulceración estomacal que degeneró en un cáncer. En 1961, Forshufvud dejo de lado la úlcera, considerando que no fue la causa directa de la muerte, y se concentra en el cáncer. Descubre que un tumor maligno habría hecho adelgazar considerablemente a la víctima, pero la capa de grasa sobre el vientre del cadáver de Napoleón tenía todavía cerca de cinco centímetros. Generalmente, las víctimas de una intoxicación lenta por arsénico suben de peso; en pequeñas dosis, el veneno puede utilizarse por mucho tiempo como estimulante sin ser detectado. Además, un médico inglés señalo que el cuerpo del Emperador casi no tenía vello, lo que podría ser también un síntoma de envenenamiento por arsénico, al igual que el buen estado de conservación del cuerpo en 1840, cuando fue exhumado para ser llevado a Francia. Es cierto que sus entrañas fueron previamente retiradas, lo que significa que había sido sometido a un principio de embalsamamiento. Valiéndose de estos indicios, el dentista sueco atribuye al arsénico todos los problemas de salud de Napoleón: sufrió una extraña crisis, cercana a la epilepsia, en 1805, algunas semanas antes de Austerlitz: dolores de estómago, angustias y un lagrimeo abundante en 1809; una tos seca y una jaqueca espantosa en 1812, con ocasión de la batalla de Moskova; nuevos dolores de estómago en 1813, eccema en la Isla de Elba; somnolencia y dificultades urinarias en Waterloo, y malestares múltiples que marcaron su último exilio, hasta la enfermedad final...Ciertamente, cada vez, el detalle de sus problemas puede hacer pensar en un envenenamiento, pero existen muchas otras explicaciones posibles. Forshufvud regresa a las conclusiones de la autopsia que señalan que el estómago de Napoleón estaba lleno de una suerte de zurrapa de café. Concluye que tuvo una hemorragia mortal ocasionada por la corrosión de toda la pared estomacal, características de todos los envenenamientos por mercurio. Supone así que, luego de años de intoxicación con arsénico, el asesino usó otro veneno. Se trataría esta vez muy precisamente de cianuro de mercurio, un compuesto temible que se formó en el mismo estómago del enfermo por la unión entre un medicamento llamado calomelanos, prescrito en grandes dosis con la esperanza de aliviar los intestinos y de una bebida que el Emperador consumía habitualmente, un jarabe de horchata a base de almendras amargas. A falta de la horchata y de las almendras amargas, la simple sal de cocina habría podido producir la misma reacción. Falta encontrar un culpable y un móvil. Los ingleses casi no podían llegar hasta su prisionero y pocos compañeros suyos se quedaron con él de principio a fin. El mariscal Bertrand queda, unánimemente, fuera de sospecha. Queda el general Montholon, que habría seguido a Napoleón para huir de sus acreedores, para actuar como agente de la monarquía francesa restaurada, que no se sentía tranquila mientras viviera Napoleón, y para intentar ser incluido en su testamento. Por otra parte, durante las primeras semanas, los males del Emperador se calmaron mientras redactaba su última voluntad, como si el arsénico le hubiese sido quitado por algún tiempo. Se puede agregar que otras personas, sin la menor prueba por lo demás, comentaron sobre las relaciones entre Napoleón y la esposa del general, vodevil que pudo degenerar en drama. El problema es que Montholon no abjuró jamás de su bonapartismo. Además, no estuvo cerca del Emperador antes de 1815 y no puede, por lo tanto, haber sido el misterioso envenenador que actuaba desde hacía diez años. En estas condiciones, ¿por qué ver en todas partes manos criminales, complots y asesinatos? La vida de Napoleón, sus cabalgatas, sus costumbres alimentarias que no se adecuaban a los preceptos de la dietética actual, todo esto podría haber desgastado el organismo del Emperador. La medicina del siglo XIX era apenas un poco menos titubeante que en los tiempos de Molière. Una úlcera iba a matar a Napoleón, un mal que ya venía de antes y que puede explicar sin duda un ademán bien conocido, el de la mano puesta entre dos botones de su chaleco, como para calentar el estómago. La unión entre un purgante peligroso y el jarabe de horchata no hizo más que precipitar un fin inevitable. Aún queda la cuestión del arsénico en sus cabellos, objeción que es de gran importancia, Demasiados mechones, traídos por distintas personas, hacen imposible pensar en un error, y los métodos empleados para la investigación son los más modernos. Sin embargo, el historiador Alain de Decaux ha propuesto una solución, que satisface todas las interrogantes. Se ha visto que el arsénico, en pequeñas dosis, se prescribía como estimulante. Las necesidades de su vida pudieron empujar a Napoleón a usar y abusar de él, incluso hasta sentir, algunas veces, .los efectos secundarios. Es este arsénico el que los científicos ingleses han puesto en evidencia... Es una solución simple, quizás demasiado, pero mucho más convincente que las hipótesis que requieren de muchos venenos y de muchos envenenadores. Como sabéis, tras su derrota en 1814 frente a la coalición europea, Napoleón fue exiliado a la isla de Elba, cerca de las costas toscanas. El 1 de marzo de 1815 escapa de allí y aprovechándose de las torpezas de los realistas, nuevos dueños de Francia, y de las disputas entre los vencedores, retoma el poder en París. Pero está cansado, no cree en su buena fortuna y sus mejores generales han muerto fusilados. Los ingleses y los prusianos lo derrotan una vez más en Waterloo, el 18 de junio de 1815. Es forzado a abdicar en París y un nuevo tratado de paz hace retroceder a Francia a sus fronteras de 1792. Al no poder escapar a los EE.UU., el Emperador caído se rinde a los ingleses, esperando que sean magnánimos y no lo ejecuten como sucedió con varios de sus generales. Ellos lo envían al exilio a una isla perdida en el Océano Atlántico: cerca del Trópico de Capricornio. Santa Helena, un islote volcánico de 6 km por 11, en la que no puede salir de un perímetro aún más restringido. Llega a la isla el 15 de octubre de 1815 y allí tres mil oficiales y soldados lo vigilan de cerca para evitar una nueva fuga. Una ocupación que lo entretuvo un tiempo fue la creación de un jardín y una huerta junto a la casa. Pero el fracaso del empeño, por la mala calidad del terreno, hizo que Napoleón se hundiera un poco más en un estado de abatimiento que dominó su último período en Longwood. El aburrimiento había sido la mayor amenaza desde del principio. Los testimonios al respecto son innumerables. "Lo único que nos sobra aquí es el tiempo", decía. Y al término de la jornada preguntaba: "¿Qué hora es? Otro día menos. Vamos a dormir". Pero hacia el final el Emperador permanecía días enteros, encerrado en su habitación, tomando a veces baños que duraban hasta cuatro horas. O bien le invadía la nostalgia y a la vez el presentimiento de su próxima muerte, como cuando repetía unos versos del drama Zaïre de Voltaire: "Pero ver de nuevo París no debo pretender, / veis que a la tumba estoy listo a descender". En sus últimos días de vida Napoleón hizo testamento. Todavía repitió en él las acusaciones contra el gobierno británico por la decisión de desterrarlo, al tiempo que repartía su fortuna entre los acompañantes de Santa Elena y su familia. Dictó asimismo un testamento político, en el que defendía su obra de gobierno con la esperanza de que su hijo, que desde su primera abdicación se hallaba junto a su madre María Luisa en la corte de Viena, la continuara algún día. (El llamado Napoleón II, nacido en 1811, moriría a los 21 años.) Sus últimas palabras, ya en estado de delirio, resultan emotivas: "Ejército, cabeza de ejército... Josefina...". Junto al recuerdo de su primera esposa, fallecida justo luego de su primera abdicación, era su pasado de general conquistador el que debía ocupar su pensamiento hasta el final de sus días. Era el 5 de mayo de 1821.
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