SONIDOS DEL MUNDO

viernes, 13 de mayo de 2022

LA NECROPOLIS DE VARNA: Un cementerio de oro

Hace seis milenios y medio, a pocos siglos de la llegada a Europa de los primeros humanos que dominaban la agricultura, tuvo lugar una revolución no menos importante para la evolución humana. Un descendiente de aquellos viajeros observó que, al someterse a un intenso calor unas piedras muy llamativas de color azul, ese mineral se fundía y transformaba en un elemento increíble. La azurita, derretida y colada, producía una sustancia dura, compacta y uniforme de un color rubio rojizo, que recordaba al sol del atardecer: Además de bella, esa maravillosa esencia ígnea que exudaba la roca era asombrosamente maleable. Se le podía dar, mediante moldes, la forma que se quisiera. Una vez solidificado el objeto resultante, podían limarse sus bordes hasta dotarlos de un filo muy preciso, o bruñirse sus caras planas hasta hacerlas casi tan reflectantes como un cuenco con agua. Otro milagro: las herramientas, armas, adornos y demás artefactos confeccionados con ese material eran infinitamente reciclables. Si se partían, rayaban o mellaban, podían refundirse y recomponerse de nuevo. Se trataba del cobre, el cual dio un carpetazo a la larguísima Edad de Piedra, comenzando por su tecnología. Como sabéis, los utensilios neolíticos eran imprecisos y proclives a desgastarse y romperse con frecuencia. Como contrapartida, estaban compuestos por elementos que se encontraban por doquier; en este sentido, cualquiera podía acceder a las piedras, arcilla, madera, huesos, conchas y astas con que se fabricaban los artilugios para los quehaceres cotidianos. Para la metalurgia, en cambio, hacía falta un factor inusitado en las sociedades primitivas. Eran necesarios especialistas. Gracias a ellos, el Cobre, la edad inicial de los Metales –a la que seguirían el Bronce y el Hierro–, no solo dejó atrás las industrias rudimentarias de la prehistoria del pedernal. La especialización en el trabajo reorganizó por completo las comunidades primigenias, aunque antes hubo de resolverse un problema funcional. Solo los escasos maestros metalurgistas sabían cómo procesar las rocas singulares hasta hacer con su alma oculta deslumbrantes espadas, arados, martillos y diademas. Valiosos artesanos aparte, la propia obtención del material para elaborar las piezas de cobre o de oro resultaba muy costosa. Una onza troy de oro, apenas una treintena de gramos, demanda la depuración de unas diez toneladas de mineral potencialmente áureo. Un kilo de cobre puro también exige minar, extraer, seleccionar, fundir y colar varios céntuplos de escoria. Estas labores demandaban formación, destreza, esfuerzo y mucho tiempo. A los preciados trabajadores que se ocupaban de ellas había que darles de comer para que no se distrajeran con las tareas propias de la subsistencia. Alguien debía regular ese nuevo orden y velar por su obediencia generalizada. Un jefe, un gobernante. Así, el boom de la metalurgia, además de suponer un inmenso avance tecnológico, desencadenó profundos cambios sociales, económicos y políticos. La evidencia palpable más antigua y espectacular de este paso de gigante para la humanidad no se ha hallado en Mesopotamia, ni en Egipto ni en el valle del Indo. La clave primordial de la jerarquización social la encontró una máquina excavadora en Bulgaria, en el este de Europa. Era 1972 y Raycho Marinov tenía veintidós años. Operaba mecanismos de construcción como el que, en aquel octubre, estaba abriendo una fosa para tendido eléctrico en el sector industrial de Varna. En ese suburbio, a medio kilómetro del lago homónimo y a cuatro del centro urbano del mismo nombre, iba a levantarse una fábrica de conservas. Situada donde el delta del Danubio confluye con el mar Negro, a la vista de los Balcanes orientales, el área fabril era una dependencia prioritaria para la ciudad, el núcleo principal del país, y, como tal, un nodo relevante en el bloque soviético que capitaneaba Brézhnev. Una mañana, un brillo dorado atrajo la atención del joven obrero hacia la pala cargada de tierra. A los pocos momentos, descubrió que era un brazalete. Tomó otras piezas metálicas que encontró entre los terrones, las echó en la caja de sus botas de trabajo nuevas y, una vez en casa, deslizó el recipiente bajo la cama. Sin darles ninguna importancia, calculó que los objetos sumarían un kilo y pico de peso. Debían de ser trastos viejos de cobre, latón o algo así. Semanas más tarde, Marinov llevó la caja a quien había sido su maestro en el colegio. Dimitar Zlatarski entendía tanto de antigüedades que incluso había fundado un pequeño museo en el pueblo de Dalgopol. El pedagogo museólogo se quedó atónito cuando su exalumno le mostró el brazalete, los pendientes, un peto rectangular, los anillos y otros elementos amontonados en la caja de cartón, elementos evidentemente arcaicos. De inmediato, llamó al Museo Arqueológico de Varna (MAV), el mayor de la región. Los expertos de la institución confirmaron las sospechas del maestro. No solo eran piezas antiquísimas, sino además de oro. Pertenecían a la Edad del Cobre, y ellas solas duplicaban todo el metal precioso que se había recuperado de ese período remoto. El gobierno búlgaro tomó cartas en el asunto. Paralizó las obras de la planta conservera, recompensó al joven descubridor y encomendó a dos prestigiosos arqueólogos una excavación en toda regla. Así, Mihail Lazarov, hasta 1976, e Ivan Ivanov, hasta 1991, dirigieron esos trabajos. No tardaron en comprobar que se trataba de una inmensa necrópolis del Calcolítico, insólita por su opulencia y por la buena conservación de los ajuares. Las autoridades de Sofía, cada vez más entusiasmadas, llegaron a echar mano de presidiarios para agilizar la prospección. En poco tiempo, se había recobrado un tesoro de tal envergadura que salió de gira por diversos países europeos, como propaganda cultural del Este comunista. Ciertamente, durante las dos décadas en que se realizaron los sondeos, se rescató una enormidad de oro, casi seis kilos en total. La mayoría fue a parar al MAV, donde se ha convertido en la estrella de su catálogo. Allí, incluso, se ha recreado hasta en sus mínimos detalles un sepulcro clave del cementerio prehistórico. Se trata del número 43, del que se exhiben los vestigios materiales originales, adornando una osamenta artificial. En esa única tumba se halló acumulada más orfebrería áurea del Calcolítico que en el resto del mundo hasta la fecha. La concentración de riquezas en esa fosa representa una señal inequívoca de una sociedad compleja. Los otros enterramientos –hasta tres centenares, agrupados en cuatro clases correspondientes a otras tantas categorías sociales– palidecen en comparación con el de ese viejo líder, hasta el punto de que cabría considerar la escena como la primera jerarquización fehaciente a nivel global. La desproporción entre los enseres certifica la estratificación de la población eneolítica, de acuerdo con la consideración de su función dentro de la comunidad. Aunque se ignora por qué desapareció la cultura de Varna, su efímera existencia, entre 4.600 y 4.200 a. C., ha dejado un reguero de hitos imborrables. El descubrimiento de la necrópolis marcó un antes y un después en las nociones sobre la prehistoria. Derribó hipótesis como la de un idílico matriarcado o la de pequeñas comunidades igualitarias en Europa, antes de la violenta invasión de guerreros indoeuropeos en el IV milenio a. C. A su vez, el yacimiento también añadió a la ecuación de la Edad del Cobre el elemento del oro, trabajado con una excelencia inimaginable, por no mencionar que sus artesanos sentaron un precedente en el facetado de piedras semipreciosas tan duras como la cornalina. Logros como estos, así como la pionera jerarquización social que los hizo posibles, han llevado a que algunos estudiosos consideren Varna el boceto inicial de una civilización europea. Pese a que la excavación de este cementerio capital cesó con el derrocamiento de la dictadura comunista y la inestabilidad económica de Bulgaria desde entonces, lo recobrado entre 1972 y 1991 es de tal magnitud que aún se continúan publicando hallazgos e interpretaciones. Sin olvidar que todavía queda por explorar un tercio del yacimiento.
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