SONIDOS DEL MUNDO

viernes, 26 de julio de 2024

LA MÁSCARA DE AGAMENÓN: Historia de una controversia

¿Tienen base histórica los poemas homéricos? ¿Son solo una leyenda o bien un documento científico para conocer la Edad del Bronce del Egeo? Hasta el siglo XIX, defender la existencia de una civilización anterior a la griega arcaica en la región del Egeo era espinoso. Aunque escritores de la Antigüedad habían narrado con todo detalle historias remotas de héroes y dioses, muy pocos estudiosos les daban credibilidad: las consideraban más deudoras de la fantasía y la leyenda que de la historia. La llegada de un arqueólogo aficionado, Heinrich Schliemann, cambiaría en parte esa percepción. De la mano de la Ilíada y la Odisea abriría la veda al redescubrimiento de dos civilizaciones: la minoica, asentada en Creta a mediados de la Edad del Bronce, y la micénica, una civilización desarrollada a finales de esa misma era en el corazón del Peloponeso, caracterizada por grandes palacios y fortalezas. Los centros principales de esta última eran Tirinto, Pilos, Tebas y Micenas. Schliemann identificó Micenas con el reino legendario de los átridas, linaje al que pertenecieron héroes míticos como el rey Atreo y sus hijos Agamenón y Menelao, artífices de la invasión de Troya. Aunque el alemán había visitado el yacimiento de Micenas previamente y había abierto sin permiso hasta 34 cortes en distintos lugares del área, la exploración no comenzó oficialmente hasta 1876, siempre bajo la supervisión atenta de un representante de la Sociedad Arqueológica de Atenas. A partir de ese momento, Schliemann solo necesitó unos tres meses para dar con el extraordinario hallazgo que le otorgó fama: un conjunto de seis tumbas de fosa vertical, llamado Círculo A, que contenía 18 individuos y unos espectaculares ajuares funerarios. Datadas del siglo XVII a. C., las tumbas contenían los restos de, al parecer, nueve mujeres, ocho hombres y un niño, seguramente familia de uno o varios jefes guerreros o nobles. La enorme cantidad y la suntuosidad de las piezas halladas apoyan esta teoría. Entre ellas, que suman en conjunto más de 15 kilos de oro, destacan varias copas de este metal, diversas diademas, joyas, alfileres o broches, una espada de bronce con empuñadura esmaltada, una daga, también de bronce, con una escena de caza de león en oro, electro y plata, hasta 13 estelas funerarias decoradas y, muy especialmente, seis máscaras que, realizadas sobre una lámina de oro, servían para cubrir el rostro de los difuntos. Entre las seis máscaras, una destacaba especialmente: la hallada en la tumba V. Se trataba de una fina lámina tratada mediante la técnica de repujado, consistente en labrar figuras de relieve sobre el metal con la ayuda de un punzón. Agamenón fue un personaje preferido por los escritores griegos de la tragedia, ya que su regreso triunfal de Troya fue rápidamente seguido de su asesinato a manos de su esposa Clitemnestra, o de Egisto, amante de ella. Fue el trabajo de Pausanias, un viajero del siglo II d.C., el que le daría a Schliemann las pistas que necesitaba para descubrir la tumba de Agamenón, por lo que pensó que había descubierto el cuerpo del legendario rey griego, y por ese motivo la máscara recibió su nombre. Sin embargo, estudios arqueológicos modernos sugieren que la máscara podría datar de entre 1550 y 1500 a. C., lo que la situaría en un tiempo anterior (unos 300 años) al que tradicionalmente se atribuye a la vida de Agamenón. A pesar de ello, ha conservado su nombre. Las dudas sobre su autenticidad nacieron debido a que la Máscara de Agamenón no fue la única máscara funeraria que se halló en el yacimiento arqueológico de Micenas, pero fue la única que presentaba un acabado muy bien definido. Por eso muchos estudios, entre los que cabe destacar los de William M. Calder III, piensan que en realidad podríamos estar en presencia de una falsificación creada por el mismo Schliemann para dar crédito a sus teorías. Desde hace varios años se reclama un nuevo análisis con técnicas modernas de la máscara para aclarar su autenticidad, pero el Museo Arqueológico Nacional de Atenas - donde se encuentra expuesta al público - está en contra de ello, por lo que el misterio persistirá.

viernes, 19 de julio de 2024

THE FALL OF EAGLES: Un asesinato que ocasiono en Europa el final de una era

Un escalofrío sacudió Europa en junio de 1991. Se anunciaba la desmembración de Yugoslavia y estallaba la guerra en su seno prácticamente a continuación. Resucitaban con ello viejos fantasmas. Ochenta años antes, en aquellas mismas tierras, un magnicidio había precipitado la eclosión de una guerra que se creyó duraría semanas, pero que se prolongó en cambio durante cuatro interminables años, marcando dramáticamente el destino del siglo XX. Salvando las distancias, ambos casos guardaban ciertos paralelismos: el nacionalismo como detonante de la violencia, el espacio balcánico como avispero desestabilizador de la paz en el continente y el desmoronamiento del statu quo internacional: si en 1914 fue el agotamiento del equilibrio europeo del siglo anterior y la caída de los imperios ruso, alemán y austrohúngaro, en 1991 sería el hundimiento de la Unión Soviética y de la política de bloques. “Un día la gran guerra europea estallará a causa de alguna maldita estupidez en los Balcanes”, había vaticinado el canciller alemán Otto von Bismarck nada menos que en 1897. Aquella “maldita estupidez” sería años más tarde el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona imperial austrohúngara a manos de un terrorista serbio. A finales del siglo XIX, la mayor parte de Europa estaba formada todavía por grandes imperios de carácter multinacional. Dos de ellos, Austria-Hungría y Rusia (a los que habíamos que agregar a Turquía que es asiática, pero que desde el siglo XV ocupaba territorios en Europa) se estaban desmoronando progresivamente. Era una consecuencia de las tensiones internas que generaba la combinación del nacionalismo, por un lado, y del liberalismo político y económico, por otro, que se habían extendido a partir de la Revolución Francesa. El nacionalismo había alimentado la idea de que los pueblos con una misma lengua y cultura, étnicamente homogéneos, tenían derecho a formar un estado independiente. La igualdad social propugnada por la Revolución Francesa se veía ahora en entredicho a raíz de los efectos de la Revolución Industrial, que había encadenado a millones de europeos a una situación económica precaria. Las oleadas de protesta se multiplicaban. Tras la derrota del bastardo Napoleón, el Congreso de Viena de 1815 había logrado imponer durante algunos años un equilibrio de fuerzas en el continente y un statu quo conservador frente a los impulsos revolucionarios. Pero a finales de siglo los desequilibrios sociales derivados de la industrialización y las reivindicaciones nacionalistas presagiaban una etapa de inestabilidad incontrolable. El Imperio otomano, el “gran enfermo de Europa”, como se le llamaba, iba perdiendo su extensión territorial en los Balcanes con las sucesivas guerras y secesiones de Grecia, Serbia, Bulgaria... Rusia caminaba hacia su primera gran revolución social de 1905. Austria-Hungría se debilitaba como potencia por las tensiones internas entre Viena y Budapest. Y la irrupción de la Alemania recientemente unificada, que se erigía en la nueva potencia centroeuropea, preocupaba enormemente a Rusia, Gran Bretaña y Francia. El fin de siglo vino acompañado por otro fenómeno: el imperialismo. Se inició una creciente carrera entre las potencias por hacerse con materias primas, necesarias para alimentar sus procesos de industrialización y para obtener a la vez mercados en que dar salida a su producción. Surgieron entonces disputas territoriales, como demuestra el estallido de la guerra de Crimea en 1855, que enfrentó a Rusia con una debilitada Turquía (al que asistieron británicos y franceses en su interesada ayuda). O la conflagración entre Francia y su vecina Prusia, pasado quince años. Pronto los conflictos en la tenaz búsqueda de recursos se extendieron a los dominios europeos en Asia y África. La competencia, por otro lado, desembocó en el proteccionismo económico, que hacía prácticamente imposible las relaciones comerciales con territorios que formaran parte de otros imperios. La tensión se retroalimentaba por los enormes ejércitos que los estados habían reunido - gracias a la leva masiva y obligatoria emanada de la Revolución Francesa -, armados hasta los dientes con material moderno como efecto de la Revolución Industrial en el sector armamentístico. La mayor parte de los estados intentó hacerse con grandes buques, con artillería de mayor calibre y alcance... El progresivo rearme llevó a la conclusión de que se caminaba hacia la guerra. Ante la amenaza de un inminente conflicto bélico, los países europeos arbitraron mecanismos para una política de desarme, como las conferencias de La Haya de 1899 y 1907. Pese a las buenas intenciones declaradas, resultaron infructuosas. La alternativa fue instrumentalizar una política de alianzas destinadas a socorrerse mutuamente en caso de que un conflicto les afectase. Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia quedaron agrupados en la Triple Alianza, y Gran Bretaña, Francia y Rusia en la Triple Entente. En paralelo a estas alineaciones tuvo lugar un sinfín de acuerdos bilaterales entre el resto de los países. No deja de ser sintomático que este período previo a 1914 haya sido conocido como “la Paz Armada”. Entretanto, la región balcánica era un hervidero que se debatía entre las tensiones hegemónicas de las grandes potencias y las étnico-políticas locales. Austria se había anexionado Bosnia en 1908, lo que había precipitado la animadversión de Serbia, que también la deseaba. En 1912 y 1913 se desataron las llamadas guerras balcánicas: primero para expulsar a los turcos de los Balcanes, luego para que los pueblos autóctonos se disputasen los territorios entre sí. La paz llegó en 1913 con el Tratado de Bucarest, que reducía el área turca en los Balcanes solo a Constantinopla, mientras que Serbia se erigía en la potencia regional, viendo casi doblado su territorio. Austria-Hungría, altamente inquieta ante el nuevo equilibrio balcánico, se opuso a que Serbia accediera al mar, para lo que facilitó la creación de Albania. El gobierno serbio, agotado luego de dos guerras y consciente del malestar austrohúngaro ante su dinamismo, actuaba con cautela. Sabía que el menor desliz provocaría la invasión austríaca de su territorio. El gobierno estaba presidido por Nicolás Pasic, un nacionalista que había participado en el golpe de Estado que en 1903 derrocó de forma sangrienta al rey Alejandro Obrenovic, afín a los austrohúngaros. Pero el peligro para los austríacos no era Pasic, sino el coronel Dragutin Dimitrijevic, alias Apis, jefe del servicio de información militar serbio. Desde la sombra dirigía las acciones de protesta y sabotaje contra intereses austríacos por la ocupación de Bosnia que llevaban a cabo en ella la organización nacionalista Narodna Odbrana (Defensa Nacional), su sección juvenil Mlada Bosna (Joven Bosnia) y, sobre todo, el grupo terrorista Unidad o Muerte, más conocido como La Mano Negra, que se nutría de militantes de los dos anteriores. En 1914, un puñado de jóvenes militantes de La Mano Negra, capitaneados por Gavrilo Princip, se planteaba atentar contra la vida de alguna autoridad del Imperio austrohúngaro cuando, oportunamente, supieron que el archiduque Francisco Fernando iba a realizar una visita a Sarajevo. Era la figura adecuada para golpear al Imperio. Pasic tuvo noticias de lo que se tramaba y temió que un incidente así se convirtiera en la excusa perfecta de Austria para atacar Serbia. Ordenó a Dimitrijevic que abortara la operación y abrió una investigación sobre su implicación en la misma. Al mismo tiempo, encargó a su embajador en Viena que informara al gobierno austrohúngaro del peligro de un atentado en Sarajevo para que este recomendara al heredero a la Corona la suspensión de la visita. El ministro de Exteriores no recibió al embajador, y el de Economía no dio importancia al aviso. Finalmente, el atentado tuvo lugar el 28 de junio de 1914. Aquellos terroristas serbios nunca imaginaron las consecuencias que iba a tener su acto, que iban a cambiar los destinos de Europa. El gobierno austríaco presentó ante el serbio un ultimátum con unas duras condiciones: entre otras, la persecución de la propaganda antiaustríaca, así como la de los oficiales y maestros que la ejercieran, y la participación de militares austrohúngaros en las investigaciones del atentado. Tenían 48 horas para contestar. El rechazo serbio supuso la declaración de guerra por parte de Austria, el 28 de julio. El dispositivo de alianzas de defensa mutua iba a resultar fatal. Se disparó de forma inmediata, precipitando a todo el continente a la contienda. Rusia movilizó sus tropas el 30 de julio en defensa de Serbia y Alemania hizo otro tanto en ayuda de los austrohúngaros. El 1 de agosto Rusia declaró la guerra a Alemania y Francia inició la movilización general de sus tropas. A los dos días, Alemania declaró la guerra a Francia y, al siguiente, invadió Bélgica. Como esta tenía firmada una alianza con Gran Bretaña, el gobierno de Londres, que se había mostrado cauto hasta ese momento, declaró a su vez la guerra a Alemania. Aquella “semana negra” del 28 de julio al 4 de agosto dio paso a una vertiginosa espiral de alianzas que alinearía en los siguientes cuatro años a veintiocho países, entre ellos Japón y Estados Unidos, contra las potencias centrales: Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria. Una guerra que se extendería por el noreste de Francia, el Benelux, Europa central, los Balcanes, Oriente Próximo, las colonias africanas y asiáticas y los mares de los cinco continentes. Fue un conflicto de una atrocidad inimaginable hasta entonces. El desarrollo armamentístico derivado de la industrialización (fusiles de precisión, ametralladoras, cañones de mayor calibre, generalización del transporte motorizado, aviación, submarinos y grandes acorazados, gases tóxicos...) implicó por primera vez a la población civil en una guerra, se cobró la vida de cerca de veinte millones de personas, entre soldados y civiles, y ocasionó pérdidas materiales por valor de 186.000 millones de dólares. Al término del conflicto, habían desaparecido los imperios alemán, austrohúngaro y ruso. Turquía no se salvó de ser dividida entre Gran Bretaña y Francia, que se adueñaron de sus posiciones en el Medio Oriente y el norte de África. En tanto en Europa, Alemania se convirtió en república. Pero la peor parte se lo llevo el imperio austrohúngaro, que de sus cenizas nacieron estados como Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia. Los aliados se cebaron especialmente con Viena porque fue el culpable directo de la conflagración. Europa cayó en una grave crisis económica por la disminución de la producción agrícola e industrial durante la guerra y la de las reservas de oro y las inversiones. Fue el fin de la supremacía mundial europea y el comienzo de la norteamericana. Los duros términos establecidos en el Tratado de Versalles contra las potencias vencidas alimentaron la crisis económica y los consiguientes desórdenes sociales, los odios larvados y el sucesivo nacionalismo agresivo que conduciría a un nuevo rearme y al futuro estallido de la Segunda Guerra Mundial. Otro caso aparte es Rusia, que desangrada por las continuas derrotas en el campo de batalla, fue impotente para contener a los bolcheviques que mediante una incruenta revolución se hicieron con el poder, instaurando una sangrienta dictadura comunista, la más terrible en la historia de la humanidad. La triste importancia del magnicidio de Sarajevo, aquel 28 de junio de 1914, es que nunca unos pocos disparos ocasionaron desde entonces la muerte de tantos millones de personas.

viernes, 12 de julio de 2024

CIUDADES PERDIDAS: Persépolis

Fue la capital del Imperio Aqueménida persa desde el reinado de Darío I (el Grande, r. 522-486 a.C.) hasta su destrucción en 330 a.C. El nombre proviene del griego Perses-polis (ciudad persa), pero los persas la conocían como Parsa (ciudad de los persas). La construcción empezó entre 518-515 a.C. con Darío I, que quería un nuevo comienzo para la administración del gobierno persa y trasladó la capital allí desde Pasargada (la capital que había establecido Ciro el Grande, que reinó de 550-530 a.C.). No obstante, la ciudad estaba situada en una región remota en las montañas, lo que complicaba los viajes en la estación lluviosa del invierno persa, de manera que la administración del Imperio aqueménida también se dirigía desde Ecbatana, Babilonia y Susa. Persépolis era una residencia real de primavera/verano, y parece que hacía las veces de centro ceremonial al que acudían los representantes de los estados súbditos a presentarle sus respetos al rey. La ubicación remota de la ciudad la mantuvo en secreto del resto del mundo, y con ello se convirtió en la ciudad más segura del Imperio persa para almacenar arte, artefactos, archivos y el tesoro real. Los griegos no tenían ni idea de que la ciudad existía hasta que fue saqueada por Alejandro Magno (356-323 a.C.) en 330 a.C., que la quemó y se llevó sus inmensos tesoros. Para diferenciarse de sus antecesores, Darío I ordeno construirla lejos de la antigua capital, Pasargada, como también de los centros administrativos establecidos en Ecbatana, Babilonia y Susa. El erudito A.T. Olmstead sugiere esto mismo cuando escribe: “Como Pasargada le recordaba a la dinastía suplantada, Darío I buscó un lugar nuevo para su capital. A veinticinco millas [40 kilómetros] de descenso por la sinuosa garganta del río Median que bañaba las llanuras de Pasargada, un camino excavado en la roca conducía a otra llanura más amplia. Por esta llanura fluía un río aún más grande, el Araxes, que regaba el suelo fértil hasta que el arroyo desaparecía en el gran lago salado del suroeste de Persia”. En una llanura despejada (hoy en día conocida como Marv Dasht), Darío erigió una enorme plataforma-terraza de 125.000 metros cuadrados y 20 metros de alto en la que construyó su sala del consejo, el palacio, el Apadana, un salón de recepciones con una sala hipóstila de 60 metros con 72 columnas de 19 metros de alto sobre las que descansaba un techo de cedro y vigas de cedro del Líbano. Las columnas estaban rematadas con esculturas de varios animales que simbolizaban el poder y la autoridad del rey, tales como los toros y los leones. En las cuatro esquinas del palacio se alzaban cuatro torres, y las paredes interiores del salón estaban decoradas en colores vivos. Por fuera, en las paredes de la plataforma bajo el Apadana, había bajorrelieves de los diferentes pueblos que conformaban las veintitrés naciones súbditas del Imperio aqueménida en el momento de llegar con regalos a presentarles sus respetos al rey. Estos relieves eran tan detallados que resulta fácil identificar las naciones a las que representan. La piedra caliza y los ladrillos de adobe fueron los principales materiales utilizados en Persépolis. Una vez se hubo nivelado la roca natural de la llanura y se hubieron rellenado las hondonadas, se excavaron túneles para las aguas residuales a través de la roca y la plataforma comenzó a elevarse. Se excavó una gran cisterna elevada en la falda oriental de la montaña detrás de la plataforma para recolectar el agua de lluvia para beber y bañarse. El recinto se excavó en parte de la montaña Kuh-e Rahmet ("La montaña de la misericordia"). Para crear una terraza nivelada, se rellenaron los terrenos más bajos con tierra y rocas pesadas, que después se unieron con clips de metal, y sobre este cimiento se fue alzando poco a poco el primer palacio de Persépolis. En torno a 515 a.C. comenzó la construcción de las amplias escaleras que conducían desde la base de la terraza hasta las puertas del palacio. Esta grandiosa entrada doble al palacio, conocida como la escalinata persepolitana, era una obra maestra de la simetría y los peldaños eran tan anchos que la realeza persa y los nobles podían ascender y descender a caballo, de manera que no tenían que tocar el suelo con los pies. El diseño ancho y amplio de las escaleras también servía para frenar el ascenso de los visitantes del rey porque había que caminar a lo largo de cada peldaño para llegar al siguiente; con esto se lograba un ascenso lento y regio al Apadana. Aunque la construcción comenzó bajo Darío I, la grandeza del sitio en general se debió principalmente a los esfuerzos de Jerjes I y Artajerjes I con adornos posteriores agregados por Artajerjes II (que reinó de 404-358 a.C.), Artajerjes III (que reinó de 358-338 a.C.), y otros reyes aqueménidas. Los nombres y las imágenes tanto de Jerjes I como de Artajerjes I son los que aparecen más a menudo, así como el de Darío I, inscritos en tablillas, en las puertas y en los pasillos por las ruinas de toda la ciudad. Para acceder al gran complejo palaciego construido por Jerjes I había que atravesar la Puerta de todas las Naciones, flanqueada por dos estatuas monumentales de lamassu (hombres-toro) que se creía que protegían del mal. La puerta daba a un gran salón de 25 metros (82 pies) de largo, con cuatro grandes columnas de 18,5 metros (60 pies) de alto que soportaban el techo de cedro. En ese salón, los representantes de las naciones súbditas del imperio le rendían tributo al rey. Había dos puertas, una al sur que daba al patio del Apadana y otra que daba a un sinuoso camino al este. En las esquinas interiores de todas las puertas había dispositivos pivotantes que indican que eran puertas dobles, probablemente de madera, y que estaban cubiertas con placas de metal ornamentado. Entre el palacio y la Sala del Consejo, Jerjes I construyó una residencia para su harén, que constaba de 22 apartamentos y tenía acceso a jardines cercados. Al harén se podía llegar desde el palacio y desde la Sala del Consejo. Estaba construido en forma de L, orientado de norte a sur, con cuatro grandes entradas decoradas con relieves. El famoso relieve de Jerjes I seguido de sus dos asistentes (uno sujetando un parasol sobre la cabeza del rey y el otro un matamoscas) que suele acompañar a los artículos sobre Jerjes I procede de las jambas de la puerta sur del harén. Detrás del harén se encontraba la tesorería, en la que se almacenaban los archivos gubernamentales, las obras religiosas y otros escritos, obras de arte, botines de conquistas y los tributos que traían a la ciudad las naciones súbditas. También servía de armería y, hacia el frente, una sala de recepción para los diplomáticos que visitaban estaba decorada con relieves que representaban a Darío I y a Jerjes I. Frente a la tesorería y al harén estaba el Salón del Trono (también conocido como la Sala de las Cien Columnas) que comenzó Jerjes I y terminó Artajerjes I. Según el historiador Diodoro Sículo (siglo I a.C.), la ciudad estaba rodeada por tres murallas. No se sabe quién construyó estas murallas ni cuándo, ya que Alejandro las destruyó y no queda nada de ellas. La primera muralla, inmediatamente alrededor de la terraza, era de 7 metros (23 pies) de alto. La segunda, que suponemos que estaba a cierta distancia de la primera, era de 14 metros y la tercera se alzaba 27 metros. Estas murallas estaban rematadas por torres y siempre tenían guardias apostados. Presumiblemente, una pasarela alrededor de la parte superior facilitaba la defensa desde cualquier dirección. Tras la tesorería y el palacio de Jerjes se cree que estaban los establos reales y las cocheras. Las estructuras en la esquina sureste de la terraza se han identificado por el momento como tal y, cerca de allí, estaba la guarnición de la ciudad, que acogía al ejército regular, así como a los famosos Diez Mil Inmortales, la guardia personal del rey y la fuerza de asalto. Junto a este mismo camino había un edificio que albergaba los talleres de los artesanos y varias estructuras pequeñas de ladrillos cocidos, que probablemente eran sus residencias. Uno de los muchos aspectos intrigantes de las ruinas de Persépolis para los arqueólogos ha sido establecer con exactitud cuál era la función de la ciudad y quién vivía allí. Sin embargo, parece que la clase alta vivía en la terraza elevada y el pueblo llano vivía más abajo en las casas de ladrillos de barro cocido que, según Diodoro, eran también bastante respetables. Con la invasión del país por Alejandro, la ciudad quedo condenada. Luego de su victoria sobre Darío III (que reinó de 336-330 a.C.) en la batalla de Gaugamela en el 331 a.C., Alejandro marchó sobre la ciudad de Susa, que se rindió sin resistencia. Tras partir de Susa en dirección a Persépolis, recibió una carta de Tiridates, el sátrapa de Persépolis, en la que le decía que los persas leales a Darío III estaban de camino a Persépolis para fortificarla contra él y que, si él llegaba primero, Tiridates rendiría la ciudad a Alejandro, mientras que si los persas llegaban primero tendría que luchar contra ellos. Alejandro les ordenó a sus hombres ir a marchas forzadas, cruzaron el río Araxes y estaban aproximándose a la ciudad cuando, según Diodoro Sículo, se encontraron con una multitud de unos 800 artesanos griegos de Persépolis. Casi todos ellos eran mayores y habían sido hechos presos y mutilados por los persas, según explicaron (a algunos les faltaba una mano, a otros un pie), de manera que podían seguir realizando sus artesanías, pero no podían escapar fácilmente. Alejandro les dio ropa y les pagó y se dice que se sintió muy conmovido por el encuentro, igual que sus oficiales de mayor rango. Aunque Diodoro no lo dice, este encuentro con los artesanos griegos puede que afectara a la actitud de Alejandro para con la ciudad porque, a diferencia de Susa, cuando llegaron les dio libertad a sus hombres para saquear la ciudad (a excepción de los palacios) y llevarse todo lo que quisieran. Diodoro describe la escena: “Persépolis era la ciudad más rica del mundo y las casas privadas se habían ido llenando de toda clase de riquezas a lo largo de los años. Los macedonios se abalanzaron sobre esta riqueza, mataron a todos los hombres que encontraron y saquearon las residencias; muchas de las casas pertenecían a la gente llana y estaban ricamente equipadas con mobiliario y llevaban vestimentas de toda clase. Se llevaron de allí mucha plata y no poco oro, y muchos ricos vestidos con alegre púrpura marino y brocados de oro se convirtieron en premio de los vencedores”. (17,70. 2-3). Luego de tomar la ciudad, Alejandro y sus hombres celebraron una fiesta hasta altas horas de la noche, bebiendo y comiendo, hasta que acabaron todos, o casi todos, borrachos. En algún momento, una mujer del grupo llamada Thais le sugirió a Alejandro quemar la ciudad. Diodoro describe la destrucción de Persépolis: “Alejandro celebró juegos en honor de sus victorias. Realizó sacrificios costosos a los dioses y entretuvo a sus amigos ricamente. Cuando ya llevaban mucho tiempo festejando y bebiendo, y empezaban a estar borrachos, una locura se apoderó de las mentes intoxicadas de los invitados. En aquel momento una de las mujeres presentes, de nombre Thais y de origen ateniense, dijo que para Alejandro sería el mejor de los festines de Asia si celebraba una procesión triunfal, prendía fuego a los palacios y permitía que las manos de mujeres extinguieran en un minuto los afamados logros de los persas. Eso se dijo a los hombres atontados por el vino, así que como cabía esperar, alguien gritó que formaran filas y prendieran las antorchas, y urgió a todo el mundo a vengarse por la destrucción de los templos griegos [quemados por los persas cuando invadieron Atenas en 480 a.C.]. Otros siguieron la invitación y empezaron a gritar que era un acto digno únicamente de Alejandro. Cuando el rey se exaltó con estas palabras, se pusieron todos en pie y fue corriendo la voz para formar una procesión de victoria en honor al dios Dioniso. No tardaron en reunirse muchas antorchas. En el banquete había mujeres tocando música, así que el rey los condujo a todos fuera al son de voces y flautas, y la cortesana Thais a la cabeza de toda la procesión. Tras el rey, fue la primera en arrojar su antorcha ardiendo al palacio. Cuando el resto hizo lo propio, el palacio entero se consumió rápidamente, tal fue la conflagración. Resultó sorprendente que el impío acto de Jerjes, rey de los persas, contra la acrópolis de Atenas se acabara pagando de la misma manera, y por venganza”. (17,72. 1-6). Diodoro no es el único historiador de la Antigüedad que hace esta afirmación, y en general se acepta como acertada. El historiador romano Plutarco (en torno a 45 - alrededor de 125 d.C.) cuenta una historia similar, afirmando además que Alejandro se llevó los tesoros de Persépolis a lomos de 20.000 mulas y 5.000 camellos. El incendio, que consumió Persépolis de tal manera que no quedaron más que las columnas, partes de muros, escaleras y entradas de los grandes palacios y salones, también destruyó las obras religiosas de los persas escritas en pergamino, así como sus obras de arte. El palacio de Jerjes, quien había planeado y ejecutado la invasión de Grecia en 480 a.C., recibió un tratamiento especialmente brutal cuando fue destruido. La ciudad quedó enterrada en sus propias ruinas y se perdió en el tiempo. Los residentes de la zona la acabaron conociendo nada más como "el lugar de las 40 columnas" debido a las columnas que todavía quedaban de pie entre las ruinas. En 1618 las ruinas se identificaron positivamente como Persépolis, pero aparte de excavaciones de cazadores de tesoros, no se hizo ningún intento de investigar el lugar. No fue hasta 1931 que empezaron las excavaciones profesionales y Persépolis volvió a resurgir de la arena. Estas excavaciones respaldaron los informes de los historiadores antiguos sobre el incendio de Persépolis, ya que había muchas evidencias entre las ruinas de que la ciudad había sido destruida por un gran incendio. A pesar de que el fuego había destruido cualquier cosa que estuviera en pergamino, las tablillas de cuneiforme, de arcilla, se cocieron y quedaron enterradas en la arena, conservadas así para la posteridad. Entre estas se encontraron las Tablillas de la Fortificación (unos 8.000 documentos sobre la economía del imperio de Darío I), los Textos del Tesoro (documentos administrativos del reinado de Artajerjes I), y los llamados Textos de Viaje, que documentan pagos y raciones entregados a viajeros y a sus animales. Desde 1931, aparte de periodos de conflicto en la región que las han imposibilitado, las excavaciones han continuado en el lugar. Hoy en día es un parque arqueológico situado al noroeste de la moderna Shiraz, en la provincia de Fars de Irán. Declarado Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO en 1979, atrae a visitantes de todo el mundo que quieren experimentar la maravilla que fue en algún tiempo.

viernes, 5 de julio de 2024

EL ANILLO VYNE: ¿La siniestra inspiración para J.R.R. Tolkien y The Lord of the Rings?

Algunos creen que este es el anillo que inspiró a J.R.R Tolkien para inventar el Anillo Único de la trilogía de El Señor de los Anillos (cuya nueva película por cierto, subtitulada: The War of the Rohirrim se estrenará a finales de año). Se trata de algo inusual. Es de oro macizo y bastante más grande de lo normal, con 25 mm de diámetro y un peso de 12 gramos. Impensable incluso hoy. Ha sido datado en el siglo IV d.C. siendo Inglaterra provincia romana. Su gran tamaño puede explicarse porque fuese ideado para llevarlo sobre un guante, pero es solo una hipótesis, aunque la más plausible. El anillo tiene forma circular pero dividida en 10 facetas planas, siendo la más grande la central, donde encontramos una curiosa inscripción. En esta faceta, aparece una imagen un poco extraña de la diosa Venus, que aparece con el pelo corto, rizado y diadema. Se sabe que es la Diosa Venus ya que a un lado aparecen las letras VE y al otro NUS, pero en escritura especular, es decir, al revés. Lo más normal es que fuese un sello, que al estamparse quedase la imagen al derecho. Lo más curioso es la inscripción que rodea el anillo, escrita en latín y que reza “Senicianus vive bien en Dios”. Aquí se ve que el propietario del anillo se llamaba Seneciano, nombre poco común. Lo extraño es que la frase “vive bien en Dios” era común entre los primeros cristianos, y aun así, la faceta principal se dedica a una deidad que debía considerarse pagana. Para Seneciano desde luego no. No abandonó su religión romana aun convirtiéndose al cristianismo o siendo simpatizante de este. De todas formas, el anillo era algo muy valioso. Obviamente fue hecho por encargo, diseñado y trabajado largo tiempo y bastante más grande y pesado de lo normal. Debía ser un personaje de rango lo suficientemente rico para permitírselo. Lo lógico es pensar, ya que cerca del anillo no se ha encontrado cuerpo alguno o ajuar, que Seneciano lo perdiese. O tal vez no. A principios del siglo XIX se descubrió en una excavación en Lydney (Gloucestershire) una placa de plomo, del tipo conocido como «tablilla de maldición» o” defixio” en el emplazamiento de un templo romano dedicado a un extraño Dios local, Nodens. Lydney está a unos 130 km de The Vyne. El objeto se encontró en un lugar llamado “La colina de los enanos” y este lugar era objeto de todo tipo de leyendas, además de ser un yacimiento romano donde frecuentemente se encontraban objetos antiguos. La placa tenía inscrita una maldición en latín que traducido dice: “Que aquel que lleva el nombre de Senicianus no tenga salud hasta que traiga de vuelta el anillo al templo de Nodens” . Resulta que Seneciano había robado el anillo del templo de Nodens. El anillo pertenecía a Silvano, del cual no tenemos más noticias, y este sabía quién era el ladrón. Al no encontrarlo, lo maldijo, escribiendo sus deseos en una tablilla de plomo, como era habitual en la época e incluso en épocas posteriores. Esas placas eran muy comunes entre gente adinerada y solían enterrarse en lugares que hubiesen tenido algo que ver con el objeto de la maldición, una casa, un lugar de trabajo… Quizá aunque fuese propiedad de Silvano, el anillo era un objeto votivo, lo que explicaría varias cosas: su tamaño y peso exagerado o el relieve central que aparentemente representa a Venus pero no tiene nada que ver con su iconografía, de hecho en las fotografías se puede ver que es obviamente un hombre. Lo lógico es pensar que Seneciano, el ladrón, lo grabo posteriormente, bendiciéndose a sí mismo e incluyendo el nombre de Venus partido por la mitad entre la imagen que representaría al mismo Dios Nodens, al que verdaderamente iba dedicado el anillo. El anillo y la tablilla no fueron relacionados entre sí hasta 1929, cuando el arqueólogo inglés Mortimer Wheeler se dio cuenta de que ambos objetos pertenecían a la misma historia. Lo que el arqueólogo no conocía era el nombre del Dios al que iba dirigido, de hecho a día de hoy se conoce muy poco sobre Nodens. Se le ocurrió pedirle ayuda a un buen amigo, el entonces profesor de anglosajón en la Universidad de Oxford, J. R. R. Tolkien, para estudiar la etimología del nombre del Dios. Tolkien realmente se apasionó con la historia, y dedicó varios años al estudio de la etimología de Nodens así como de su culto. De esto resultó un breve ensayo muy poco conocido llamado “El nombre de Nodens”, prácticamente imposible de encontrar hoy día fuera de Inglaterra. En el libro se explica que Nodens era un dios poco conocido de la mitología celta, asociado con la curación, el mar, los perros y la caza. Se le rendía culto solamente en la antigua Bretaña y solo se conoce un templo, en Lydney Park (Gloucestershire). Tal vez fuese adorado también en partes de la Galia. Recordemos que fue en Lydney donde apareció la tablilla con la maldición. El nombre Nodens, según Tolkien, deriva probablemente de una raíz celta noudont- o noudent-, que puede estar relacionada con la raíz germánica que significa “adquirir”, “tomar el uso de”, o, anteriormente, “atrapar”, “capturar” (como un cazador). Estas fueron las conclusiones a las que llegó Tolkien tras más de tres años de trabajo, y prácticamente lo único que se conoce de este Dios, si bien se ha encontrado su templo, bastante complejo, allí en Lydney Park. Todo lo que se sabe de este Dios es gracias tanto a la tablilla como al trabajo de Tolkien. No hay más noticias. Autores posteriores no han hecho sino confirmar su hipótesis. El anillo perteneció durante varios siglos a la colección de la familia Chute, propietaria de The Vyne, antes de que la casa pasase a manos de la National Trust, fundación británica dedicada a preservar los lugares de interés histórico o natural, ya en los años treinta. Ellos custodiaron el anillo desde entonces. La placa fue objeto de estudio varios años pero acabó en los sótanos de un museo, dado el desconocimiento de la relación entre las dos piezas, y fueron pasando los años. Alrededor del año 2000, repasando notas de Tolkien, varios estudiosos de la Casa Vyne donde se custodiaba el anillo, ayudados por la fundación Tolkien relacionaron ambas piezas e hicieron un exhaustivo estudio, con los resultados que ya hemos visto. Lo más llamativo es que se convencieron de que este anillo y su historia pudieron ser los objetos inspiradores de Tolkien a la hora de escribir “El Hobbit”, publicado por cierto a dos años de conocer la historia del anillo. Siempre se dijo que “El anillo de los Nibelungos” había sido una inspiración para él, pero la historia de un anillo real pudo hacer volar su imaginación hasta el punto de crear una de las sagas más famosas del mundo. De hecho se sabe gracias a el mismo, que estuvo investigando no solo el anillo y la tabla, sino los lugares donde se encontraron, topándose con que uno de los lugares que aparecen en la novela “El Señor de los anillos” se llama precisamente “la colina del enano”, lugar donde se encontró la tablilla. Obviamente nunca sabremos qué motivó a Tolkien a escribir su famosa y complicada a la vez que maravillosa saga. De su imaginación no se puede cuestionar ni un ápice, pero es normal leer en entrevistas a escritores que una noticia, un hallazgo o una canción los han inspirado para escribir sus obras. Puede tratarse de este caso, con la peculiaridad de que Tolkien pudo investigar de primera mano ambas obras y su entorno, luego de publicar su ensayo, por pura curiosidad. Estos hallazgos no fueron conocidos realmente hasta el 2013 cuando la Fundación Tolkien junto con los actuales propietarios de la Casa Vyne organizaron una gran exposición donde podía verse el anillo, por primera vez junto a una reproducción de la maldición que siempre lo acompañó y el primer ejemplar de “El Hobbit”, lanzando la hipótesis de la influencia de estos elementos en sus obras. Cabe destacar que la exposición fue un éxito mundial, miles de fans de todo el mundo acudieron a la cita, y la repercusión en los medios fue masiva. La historia de un robo de hace siglos, un anillo robado y maldito, un dios que apenas se conocía… ¿Pudieron Silvano y Seneciano viajar hasta nuestros días y hacer justicia a la vez que inspirar unas obras inigualables? Me gusta creer que sí. Que los objetos arqueológicos no solo son figuras en vitrinas por las que pasamos en un museo. Me gusta pensar que pueden influenciarnos y enseñarnos e incluso, como parece ser, inspirarnos.
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