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viernes, 13 de diciembre de 2024

NOTRE DAME: Historia, arte, religión y poder

Tras casi cinco años de cierre a causa del incendio que destruyó su techo y su emblemática aguja en el 2019, Notre-Dame volvió a abrir sus puertas, luego de un largo proceso de restauración que ha respetado escrupulosamente los diseños y la apariencia anteriores al fuego. En efecto, durante su casi milenaria existencia, la catedral de París, tal vez el templo gótico más icónico del mundo, ha sido saqueada, destruida y reconstruida varias veces. En Notre-Dame pueden admirarse la evolución del arte y los avatares políticos que han sucedido en Europa y Francia los últimos 850 años. Como sabéis, el arte gótico había impregnado ya de luz la basílica de Saint-Denis, abanderada por el abad Suger a las afueras de París, cuando en la isla de la Cité el obispo Mauricio de Sully concibió la construcción de un nuevo templo acorde con las necesidades de sus fieles. La elección del emplazamiento no fue casual. La primera piedra de Notre Dame – esa caliza luteciana que tantos monumentos ha modelado en la capital francesa – se colocó, posiblemente en 1163, en un punto en el que ya se habían alzado un templo románico y la primera iglesia cristiana de París, la basílica de Saint-Étienne, allá por el siglo VI. Hoy en día, la cripta bajo el atrio, acondicionada para mostrar los hallazgos arqueológicos fruto de las excavaciones realizadas entre 1965 y 1972, nos guía por las distintas edades de ese solar, desde la Antigüedad de la antigua Lutecia hasta el siglo XIX, marcado por la personalidad del barón Haussmann, el prefecto que renovó París. Tras la consagración de la capilla mayor en 1182, se celebró la primera misa, y, en torno a 1250, el cuerpo central ya podía darse por concluido. No obstante, los trabajos prosiguieron hasta mediados del siglo XIV, con la ampliación de los ventanales, la reconstrucción de los arbotantes y el añadido de una línea de capillas, que, en conjunto, afianzaron su gótico esplendor. Fue, por cierto, la primera catedral gótica que se sirvió del hierro para unir las piedras. “La construcción se ejecutó con gran rapidez. No hubo interrupciones significativas, y un gran número de masones [arquitectos y canteros] y escultores trabajaron en el sitio”, explica la historiadora Caroline Bruzelius en “The construction of Notre-Dame in Paris”. Como es lógico, la catedral fue objeto de numerosas reformas y rehabilitaciones a lo largo del tiempo, tal como corresponde a un santuario de esas dimensiones (127 metros de largo, 40 de ancho y 33 de alto). Durante sus primeros balbuceos, cinco maestros de obras dejaron su impronta en el edificio y prepararon el terreno para los que vinieron posteriormente. Por ejemplo, Jean de Chelles, cuyo nombre conocemos porque figura en una inscripción del crucero meridional. De Chelles apostó por los grandes ventanales y fue el artífice de la portada del claustro y del portal de San Esteban que cierra el brazo sur del crucero, completado por su sucesor, Pierre de Montreuil, quien asumió los trabajos hacia 1265. Este amplió la nave, iluminó el triforio con vidrieras y, ante todo, erigió grandes pilares sobre los que asentar las bóvedas de crucería. Y suma y sigue: por citar otro nombre propio, en el siglo XIV, Jean Ravy se ocupó de renovar los antiguos arbotantes, esencia de la arquitectura gótica. Entre tanto, los discursos escultórico y pictórico se fueron enriqueciendo con joyas como la anónima imagen de la Virgen con el Niño, del siglo XIV, en el pilar sudeste del transepto; La Piedad de Nicolas Coustou, en el altar mayor; o la serie de 76 cuadros de “Los mayos”, que el gremio de orfebres comisionó a los artistas más reputados del país entre 1630 y 1707. Desde sus orígenes, Notre Dame fue un templo muy querido por la monarquía. Luis VII, rey entre 1137 y 1180, dispensó doscientas libras francesas para su fábrica, y su nuera, Isabel de Henao, primera esposa de Felipe II el Augusto y madre de Luis VIII, fue enterrada allí en una fecha tan temprana como 1190. De igual modo, el féretro de Luis IX, el rey santo que, entre otras reliquias, se hizo con la corona de espinas de Cristo, fue depositado en el templo en 1271. Mucho más adelante, en 1638, Luis XIII consagraría el reino de Francia a la Virgen María antes de acometer diversas obras en este espacio. Al compás de los tiempos, la catedral fue testigo de los vaivenes de la ciudad y del reino. En 1314, asistió a la quema en la hoguera del último maestre templario, Jacques de Molay. Pasado unas décadas, arrostró la peste negra, que diezmó a un tercio de la población de París –a la sazón, mediados del siglo XIV, una metrópolis de unos doscientos mil habitantes–. Sobrevivió a las guerras de religión entre católicos y hugonotes –la matanza de San Bartolomé estalló a solo unos días de que Enrique de Navarra y Margarita de Valois contrajeran matrimonio en la catedral. Y, naturalmente, fue víctima de los furores revolucionarios de 1789. Durante ese período, Notre Dame sufrió su primer gran golpe con la nacionalización de los bienes de la Iglesia, que precedió al posterior saqueo del templo y a la decapitación de las veintiocho estatuas de los reyes de Judea en la fachada occidental, que los exaltados se obcecaron en identificar con los monarcas franceses. Por si fuera poco, sus campanas sirvieron para fundir cañones - a excepción de Emmanuelle –, y en sus naves se almacenaron miles de toneles de vino para subvenir las necesidades del Ejército del Norte, mientras el demencial culto a la Libertad y la Razón reemplazaba al de Nuestra Señora. Con la firma del concordato entre la Francia revolucionaria y la Santa Sede, en 1801, la situación mejoró ostensiblemente. Notre Dame fue devuelta al culto católico, y el 2 de diciembre de 1804 Napoleón fue consagrado emperador en una ceremonia bendecida por el papa Pío VII, que Jacques-Louis David inmortalizó en un célebre cuadro presente en el Museo del Louvre. Ahora bien, a principios del siglo XIX, el deterioro era más que evidente, y, para mayor desdoro, la arquitectura gótica no casaba con los presupuestos estéticos de la Restauración borbónica (1814-1830), imbuida todavía de la sobriedad neoclásica. Gracias a la pluma de Victor Hugo, que en 1831 publicó Nuestra Señora de París, una novela de ambiente medieval sobre un campanero jorobado, Quasimodo, y una bella gitana, Esmeralda, volvió a reivindicarse la gloria de este templo, en el que “junto a cualquiera de sus arrugas, se ve siempre una cicatriz”. Pero las palabras de Hugo no bastaban para rehabilitarlo. Tuvieron que transcurrir trece años hasta que dos arquitectos, Eugène Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste-Antoine Lassus, ganaran el concurso para su reconstrucción, convocado por el Ministerio de Justicia y de Culto. Las obras, que se extendieron hasta 1864 –Lassus falleció en 1857–, incorporaron algunos elementos neogóticos y afectaron tanto a la estructura como a los elementos decorativos. Así, la catedral hospedó una nueva sacristía, acogió el rosetón sur y dio la bienvenida a un ejército de 54 gárgolas, esculpidas por Victor Pyanet, que, curiosamente, no estaban contempladas en el proyecto inicial. Según el historiador Michael Camille (The Gargoyles of Notre-Dame, 2001), simbolizaban un pasado imaginado cuya modernidad residía, precisamente, en su nostalgia. Entre los caprichos de Viollet-le-Duc se distinguía una aguja de 93 metros de altura, conocida como la Flecha, que fue inaugurada en 1859. Su razón de ser no era otra que suplir una aguja anterior, desmantelada a finales del siglo XVIII por su mal estado de conservación. Como un imán, la Flecha de Viollet-le-Duc atraía las miradas de los doce millones de visitantes anuales que, de media, recibía este templo antes de su incendio en el 2019. De ahí que su desplome resumiera, mejor que ninguna otra imagen, la dimensión de la tragedia. Tras sobrevivir a la ira de la Comuna de París de 1871, en la que los revolucionarios prendieron fuego a algunos de sus bancos, a la barbarie de la Gran Guerra, que se cebó con su hermana de Reims, la catedral vivió su momento más comprometido el 15 de abril del 2019. Un incendio fortuito, posiblemente provocado por un cortocircuito o un cigarrillo mal apagado (aunque la causa oficial sigue sin dirimirse), destruyó el tejado, parte del capitel y los muros superiores, provocando serios daños en su estructura. Durante horas, París contuvo el aliento ante la posibilidad de que su catedral, la misma en la que Napoleón III y Eugenia de Montijo se dieron el “sí quiero” en 1853 y en la que en 1909 fue beatificada Juana de Arco, quedara reducida a cenizas. No fue así, por suerte, y, a un año del desastre, la campana Emmanuelle repicó para recordar a los parisinos que la inversión y el esfuerzo colectivo volverían a hacer palpitar el corazón gótico de la ciudad. El plazo prometido fueron cinco años, y, en efecto, el 7 de diciembre del 2024, la catedral de Notre Dame inicio un nuevo ciclo, otro más, en su ya ajetreada biografía.
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