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viernes, 2 de febrero de 2024
BRONZI DI RIACE: Guerreros rescatados del mar
Aunque cueste creerlo, son escasos los bronces de la antigua Grecia que han sobrevivido. El porqué causa estupor: la mayoría terminaron refundidos para darle otros usos al metal, no pocas veces reciclado para fabricar armas. Este menosprecio del patrimonio cultural abundó, sobre todo, en épocas con una menor conciencia histórica y arqueológica que la actual. En muchos casos, incluso con esculturas que proclamaban a voz en grito una calidad artística fuera de lo común y una antigüedad más que respetable. Un ejemplo concreto de los tesoros que pudieron perderse por ese negligente reaprovechamiento material lo da, desde hace 52 años, lo contrario: dos admirables estatuas de la Grecia clásica que han llegado a la actualidad en un estado encomiable. Nadie tuvo la ocurrencia de devolverlas a la fragua desde su creación en el siglo V a. C., porque no hubo ocasión. Estuvieron a salvo de cualquier daño durante dos milenios y medio gracias a una saludable distancia de la especie que las había creado, hasta el verano de 1972 en Calabria, la región que dibuja la punta de la bota italiana. Era el boom del turismo de sol y playa, donde un joven químico llegado desde Roma buceaba con snorkel el día posterior al tórrido ferragosto. Stefano Mariottini apuraba los últimos días de sus vacaciones persiguiendo con tesón un pez de buen tamaño, quizá un mero. Se había sumergido en el mar Jónico en Monasterace, donde se alojaba, pero en ese momento se encontraba a unos doscientos metros de la costa de Riace. Con reparo y a la vez muy intrigado, se aproximó para poder escrutar mejor qué era aquello. Pero solo logró salir de dudas al atreverse a tocar la extremidad medio oculta por la arena. Para su sorpresa, y también alivio, era sencillamente el brazo de una estatua. Estas dudas en el primer avistamiento de los bronces de Riace - al final eran dos las esculturas -evidencian el grado de excelencia alcanzado por los escultores de la antigua Grecia en el modelado de metal. Eran capaces de reproducir la anatomía humana con un realismo tal que sus obras consiguen hacerse pasar por creaciones de la naturaleza a milenios de su forja. Lo cual, por otro lado, aumenta la extrañeza de que muchas acabasen transformadas en cañones, campanas o vaya usted a saber. Las dos estatuas helenas, de guerreros quizá mitológicos retratados de cuerpo entero y a escala natural, no estaban del todo intactas, lógicamente, al emerger en la playa de Porto Forticchio, en Riace Marina. Su permanencia secular en el fondo del Jónico les había pasado factura. Fue de un modo asumible, sin embargo. Formó en ellas una costra. Esa petrificación sedimentaria, llamada tierra de fusión (en realidad, arena hormigonada o concretizada), no alteró del todo su exquisita fisonomía; de ahí el susto inicial de su descubridor. La cobertura terminó siendo incluso una ventaja, ya que preservó la fina piel metálica de daños serios al encapsular las figuras en una especie de envoltura protectora. Mariottini notificó el hallazgo a las autoridades al día siguiente de la inmersión. Desde ese momento, se puso en marcha un operativo de rescate coordinado por el doctor Giuseppe Foti, responsable a la sazón de la Superintendencia del Patrimonio Arqueológico de Calabria. Ocho días más tarde, ambas piezas pisaban tierra firme gracias a un eficaz dispositivo que había implicado al cuerpo de buzos de los carabineros, zódiacs, sondas, cuerdas y otros recursos de salvamento marino. Rápidamente trasladadas al Museo Arqueológico Nacional de Regio de Calabria, también conocido como Museo Nacional de la Magna Grecia - en alusión a la costa sur de Italia, intensamente colonizada en la Antigüedad por aqueos, dorios y jonios - las estatuas fueron sometidas a una primera fase de cuidados. Estos obedecieron, sobre todo, a la necesidad de liberar a las figuras de las adherencias silíceas. La arena endurecida no solo se encontraba presente a la manera de una cobertura, sino que también rellenaba las estatuas, cuyo interior es hueco. Había tanto sedimento dentro de ellas como para que cada una pesase unos 400 kilos. Compárese con los 160 actuales tras un minucioso saneamiento. Ese tonelaje extra no solo impedía disfrutar por fuera de la belleza del bronce milenario en todo su esplendor. También constituía un elemento corrosivo, ya que la arena acumulada dentro de las esculturas iba soltando en ellas el agua salada absorbida a lo largo de siglos. Se emprendió un paciente trabajo de limpieza, consistente en ir eliminando capa a capa, con la mayor delicadeza, los restos prendidos al bronce. Luego de los primeros auxilios realizados en el museo calabrés, las estatuas fueron enviadas en 1975 a Florencia, al gran taller de referencia en Italia en materia de restauración y uno de los principales del mundo, el legendario Opificio delle Pietre Dure, el primero establecido en el país con un criterio científico (y con ilustres orígenes vinculados a los Médici en el siglo XVI posrenacentista). Durante un lustro, esa institución acogió a los guerreros de Riace para restituirlos a su mejor forma. Las manos expertas de los maestros restauradores Renzo Giachetti y Edilberto Formigli dieron a los colosos griegos incesantes baños de agua desmineralizada para quitarles con esmero la sal marina. Este tratamiento se realizó, una vez tras otra, en grandes tinas especiales, donde el líquido se cambiaba a cada inmersión para retirar con él la fina escoria, los detritos químicos y cualquier otro residuo potencialmente nocivo para las reliquias. Fue un proceso tan meticuloso que llegó a parecer “casi infinito”, recordaba Maurizio Paoletti, el catedrático de Arqueología Clásica de la Universidad de Calabria, en el cincuentenario del descubrimiento. Tanto era así que solo al año de iniciada esta tarea comenzó a considerarse que la higiene progresaba. Simultáneamente, se iban analizando el bronce expurgado de añadiduras y también estas, las partículas extraídas, para ahondar todo lo posible en el conocimiento de las obras que habían sido rescatadas. Esta concienzuda puesta en forma concluyó en 1980. Sin embargo, la Toscana no devolvió de inmediato los bronces a Calabria, y, en recompensa por la excelente labor del Opificio, organizó una exposición en el Museo Arqueológico de Florencia. El sur se sintió afrentado ante esta muestra, que se extendió a lo largo de seis meses, tuvo una afluencia masiva de público y disfrutó de una resonancia mediática que, para Regio, debería haberse concentrado allí, no en el norte. La disputa alcanzó tal acritud que hasta medió el propio presidente de la República de ese entonces. Sandro Pertini, no obstante, también sacó tajada de ello. Hizo que las itinerantes esculturas recalasen dos semanas en el propio palacio del Quirinal en Roma antes de seguir camino hacia Calabria. Tras su breve visita a la sede del Gobierno, donde cosecharon de nuevo largas colas de admiradores, luego de lo cual, el Bronce A (el de pelo largo) y el Bronce B (reconocible por su tocado) regresaron, por fin, a la costa en cuyas aguas habían reaparecido. Allí se convirtieron, desde ese mismo instante, en el legado primordial del Museo Arqueológico Nacional de Regio de Calabria, abarrotado de tesoros de la Magna Grecia. El porqué lo explicaba con entusiasmo el profesor de Numismática e Iconografía de la Universidad de Mesina durante el cincuentenario del hallazgo. Daniele Castrizio calificaba las dos esculturas como “las obras de arte más extraordinarias del mundo griego clásico”. Tanto por su valor estético, ya que en su opinión “reproducen al ser humano como ninguna otra estatua del mundo antiguo”, como también “desde el punto de vista técnico” asevero.
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