A principios del siglo XIII, el Occidente cristiano se vio convulsionado por una guerra de exterminio, emprendida por el papado y los reyes de Francia, contra un nuevo movimiento religioso cuyos creyentes se hacían llamar cátaros (en griego, puros). Los cátaros se extendieron por el sur y el sudeste de Francia, el norte de Italia y partes de Alemania, donde formaron comunas e iglesias contando con el favor de los nobles y la burguesía de esos territorios. Fue, sin embargo, en el condado de Toulouse donde adquirieron mayor implantación, y desde allí se extendieron por el Languedoc, la Provenza, Lombardía y los Pirineos orientales. El catarismo apareció en el condado de Toulouse hacia el año 1000 y llegaría a alarmar a la Iglesia Católica, el cual a mediados del siglo XII, viendo sus dogmas fundacionales negados y su autoridad social agrietada, envió al Languedoc a Bernardo de Claraval, el gran predicador e impulsor de la orden del Temple, para reconvertir a los fieles “descarriados”. El intento resultó un fracaso. Así, a principios del siglo XIII, el papa Inocencio III, decidido a combatir la “herejía” cátara, designó como legado suyo en el condado de Toulouse a Pierre de Castelnau, quien observaba con malos ojos la simpatía y protección que Raymond VI, conde de Toulouse, concedía a los bons homes, le excomulgó por orden del papa, un castigo que llevaba aparejada la confiscación de todos sus bienes y el despojo de sus tierras. La muerte del legado papal a manos de un jinete misterioso dio rienda suelta a los rumores que apuntaban a que el responsable era un sirviente del conde o un cátaro, y el papa aprovechó la ocasión para proclamar “mártir” a su enviado y convocar la cruzada contra los “herejes”. Arnaud Amalric fue nombrado “generalísimo” del ejército cruzado, y a sus integrantes se les prometió el perdón de todos sus pecados y una parte de las tierras y los bienes arrebatados al enemigo. El conde Raymond VI, que disponía de muy escaso ejército, se rindió ante los cruzados. El conde, que fue azotado públicamente, pudo recuperar todas sus propiedades y, por consiguiente, el condado de Toulouse, que seguiría de facto independiente de Francia. Entretanto, en Lyon se congregó un gran ejército de cruzados atraídos por la promesa de salvación eterna y la codicia del saqueo. Tomaron la ruta que seguía el curso del Ródano hasta caer sobre Occitania. Tras destruir unas cuantas ciudades y ocupar Montpellier, pusieron sitio a Béziers, que se aprestó a la defensa. El ejército cruzado logró romper las murallas y entrar en la ciudad, que fue incendiada y entregada al pillaje, y sus habitantes (algunas fuentes hablan de casi veinte mil) masacrados. Niños, mujeres, ancianos y enfermos fueron pasados a cuchillo. La matanza de Béziers sembró el pánico en Occitania, y Narbona se rindió en cuanto vio aproximarse al ejército cruzado, pero en Carcasona, el vizconde de la ciudad, Raymond Trencavel, se aprestó a la resistencia, pero todo fue inútil. Carcasona fue asaltada. Hecho prisionero y cubierto de cadenas, Trencavel falleció en prisión poco más tarde, casi con seguridad envenenado. Tomada Carcasona, muchos cruzados se licenciaron. Los que se marcharon fueron sustituidos por otros, en su mayor parte mercenarios y gentes de baja condición. Amalric ofreció sus tierras y títulos a Simón de Montfort, conde de Leicester, un mercenario codicioso, sanguinario y sin escrúpulos, que prometió a los cruzados no quitarles ni una moneda del pillaje que obtuvieran en los saqueos. Entretanto, el papa Inocencio III lanzó un ultimátum al conde Raymond VI de Toulouse. Si quería conservar la vida debía arrasar todas sus fortalezas, licenciar a su ejército y vivir desterrado con su familia. Eran condiciones inaceptables, y cuando el conde las rechazó, las tropas de los cruzados volvieron a ponerse en marcha. Primero asediaron Termes, que aguantó varios meses, y luego le tocó el turno a la ciudad de Lavaur, que cayó dos meses más tarde y sus defensores fueron colgados de las almenas o degollados. Los cruzados prosiguieron su avance, quemando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, poniendo sitio a Tolouse, que se sabía perdida. Los cruzados empujaron a los restos del ejército defensor hasta las orillas del Garona, en cuyas aguas perecieron ahogados miles de combatientes. Solo se salvaron Raymond VI, su hijo y unos pocos soldados, que lograron escapar refugiándose en tierras de Provenza. La derrota de Muret truncó las esperanzas cátaras de conseguir una victoria militar sobre los cruzados, pero la guerra continuó. En Marsella, el fugitivo Raymond VI reorganizó un nuevo ejército, y su hijo Raymond VII consiguió cercar a Simón de Montfort en Beucaire. Montfort pudo escapar, pero pronto fallecería en Toulouse cuando una gran piedra lanzada desde una catapulta le reventó la cabeza. En todo Toulouse hubo júbilo general por su muerte, y Raymond VII recuperó el condado para los cátaros, siendo acogido con el mismo entusiasmo que despertó su padre. Sin embargo, las tropas del rey de Francia siguieron arrasando Occitania mediante lo que se ha llamado “la guerra singular”, una táctica de sabotajes masivos. Las cosechas y las aldeas eran quemadas, los puentes destruidos y el ganado envenenado. Finalmente, para evitar penalidades a sus súbditos, el conde de Toulouse firmó en 1229 el Tratado de Meaux-París, que ponía fin a la cruzada, pero que acababa con seis siglos de independencia de la tierra de Oc. En adelante, estos dominios quedarían anexionados a la Corona francesa. El tratado no supuso el fin de la represión a los cátaros, ya que el bando católico creó la Inquisición bajo el papado de Gregorio IX. Las delaciones, las hogueras y las torturas volvieron a caer como una maldición sobre Occitania. Los bons homes tuvieron que pasar a la clandestinidad, salvo en un reducto en que la Inquisición no se atrevió a entrar. Era el castillo de Montségur, construido sobre un pico rocoso, el último refugio espiritual de la Iglesia cátara. El monarca francés Luis IX (san Luis) no cejó en su obsesión de erradicar la doctrina cátara, y prosiguió su lucha hasta poner sitio al castillo, donde unos quinientos defensores con sus familias hicieron frente a un ejército de 20.000 sitiadores. En menos de un año cayó Montségur. Los poco más de doscientos supervivientes fueron encadenados y quemados vivos en una gran hoguera. Ahí acabó la Iglesia cátara en Occitania. Los fieles que aún seguían con vida fueron perseguidos implacablemente y buscaron refugio en los Pirineos o en Lombardía, donde entraron, con el paso del tiempo, en el ámbito de la leyenda.