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viernes, 15 de octubre de 2021

2,500-YEAR CELEBRATION OF THE PERSIAN EMPIRE: La más fastuosa conmemoración que dio origen a una revolución

Irán ofreció hace medio siglo, del 12 al 16 de octubre de 1971, “la fiesta más magnífica de la historia”. Aunque los medios afines al sha Mohammad Reza Pahleví calificaban la celebración con esas palabras, no todo el mundo estaba de acuerdo. Los festejos buscaban asociar la modernización y progreso aparejados a la Revolución Blanca, iniciada en 1963 por el soberano iraní, con el fallecimiento de Ciro el Grande. El fundador del Imperio persa había muerto en 529 a. C., 2.500 años antes, una cifra redonda. Pese a que las faraónicas celebraciones se desarrollaron según lo previsto, el lujo desorbitado que desplegó para recibir a sus selectos invitados –los principales, unos sesenta jefes de Estado de todas las latitudes e ideologías en plena Guerra Fría– irritó a un país donde el ciudadano medio ganaba lo que hoy serían menos de trescientos euros al mes. Repudiada también en el exterior, e incluso motivo de encendidas manifestaciones, se considera que esa ostentación autocrática e insensible del soberano iraní se contó entre las semillas que reventaron en 1979 al calor de la Revolución Islámica. Máxima potencia de la Antigüedad entre 550 y 330 a. C., el Imperio persa llegó a tener por súbdita a media humanidad, gracias a su extensión desde el Mediterráneo al Indo. Fue, de hecho, el primer macroestado con vocación universal y, en este sentido, todo un referente para Alejandro Magno y luego Roma. Alcanzó un grado de hegemonía, organización y civilización desconocido hasta entonces. Sobre todo, durante su apogeo bajo el otro Grande de su historia además del fundador. Darío I, entre otras medidas, sumó a Susa, Pasargada y Ecbatana, las capitales tradicionales de este imperio con una corte itinerante, una ciudad nueva: la ceremonial Persépolis. Allí, precisamente, para más exactitud donde habían florecido sus jardines, los Pairidaeza que inspiraron la palabra paraíso, tendría lugar el acto central en los festejos del sha de Irán. Los vip comenzaron a llegar el 12 de octubre, un martes, al aeropuerto de Shiraz, la mayoría desde Teherán. Allí, el sha y su tercera esposa, Farah Diba, supervisora directa del macroevento, recibían con honores militares a cada jefe de Estado. El medio centenar de kilómetros hasta Persépolis se hacía por carretera. Para ello se contaba con una flotilla de 250 Mercedes Benz rojos a disposición de los huéspedes. No se escatimó en gastos. Maxim's se ocuparía de las comidas, Lanvin de los uniformes del servicio y la Maison Jansen del interiorismo. El objetivo era deslumbrar a la realeza, los dirigentes democráticos, comunistas y tercermundistas y las demás primeras figuras de la política, la economía y la cultura que se esperaba de todo el planeta. Por ello, hasta se había levantado en el desierto, junto a las ruinas de Persépolis, la llamada Ciudad de las Tiendas. Esta estaba formada por una tienda de honor (34 m de diámetro) que daba paso a una sala de banquetes (68 m de largo x 24 m de ancho), presidida por una mesa ondulada de 57 m de largo. Dibujando una estrella en torno a una fuente, había cincuenta apartamentos prefabricados revestidos como jaimas, con seda amarilla y azul. Cada uno poseía su decoración particular y su sala de estar, dos dormitorios en suite, con baños de mármol, más una habitación de servicio. El primer acto conjunto de esta élite global, custodiada por fuertes medidas de seguridad, fue un ágape por el cumpleaños número 33 de Farah Diba, la noche del jueves 14. Se trató del evento más suntuoso, difundido y criticado de la amplia agenda festiva. Entre acordes de Mozart y Schubert a cargo de una pequeña orquesta, los invitados fueron desfilando y saludando a los anfitriones. Este besamanos tuvo lugar entre los terciopelos rojos y los tonos dorados de la tienda de honor. De allí, se pasó al ambiente azul y oro de la sala de banquetes. Bajo el símbolo del pavo real, la insignia del Imperio persa, en la larga y sinuosa mesa principal y las complementarias pudo degustarse una sucesión de delicias servidas en vajilla de Limoges y cristalería de Baccarat. Se paladearon desde caviar nacional de los esturiones caspios, el más exquisito del mundo, a espumas de cangrejo, lomos de cordero asados, pavos reales salseados y otros manjares elaborados con ingredientes traídos expresamente de Francia. Lo mismo vinos de gran gala como el Château Lafite Rothschild de 1945 o el champán Möet de 1911. Entre esos aromas y sabores, hizo migas una concurrencia tan diversa como la integrada por el emperador de Etiopía, Haile Selassie, los reyes de Bélgica, Dinamarca, Noruega, Grecia, Jordania y Nepal, o los príncipes Rainiero de Mónaco y Juan Carlos de España. Representando al bloque comunista, podía verse al jefe del Presidium soviético, al mariscal Tito de Yugoslavia y el matrimonio rumano Ceaușescu, sin olvidar a la “matriarca de la nación” filipina, Imelda Marcos, así como por los países no alineados, a Suharto de Indonesia o a Mobutu de Zaire. En tanto, el presidente de los EE.UU. Richard Nixon y la reina Isabel II de Inglaterra optaron por la prudencia. El uno envió a su vicepresidente y la otra, a su consorte, Felipe de Edimburgo, y la hija de ambos, la princesa Ana. Tras un breve discurso del sha, el postre, los cafés y una última copa de Dom Pérignon rosado de 1959, la comitiva salió al fresco para disfrutar de un espectáculo de luces y sonido. Luego de esos fuegos artificiales, acompañados por un estreno mundial de música electrónica de Xenakis, los huéspedes regresaron a las jaimas. Allí pudieron departir, ya libres de etiqueta, en encuentros informales seguramente muy jugosos en la desértica Ciudad de las Tiendas, por unos días la capital del orbe. Las celebraciones continuaron a la mañana siguiente con un desfile de tropas vestidas con uniformes históricos del Ejército del Imperio persa de los últimos dos milenios y medio. Al anochecer, hubo un nuevo banquete, menos solemne que el primero, con aires de folclore local. Entre los actos de esos días, también se rindió homenaje a Ciro el Grande, ante su mausoleo de Pasargada, y al fundador de la dinastía vigente, Reza Shah Pahleví, el padre del sha, en su monumento funerario cercano a Teherán. Otro evento señalado fue la inauguración en la última ciudad de la torre Shahyad, hoy Azadi, para alojar el Museo de Historia Persa. Solo reconocido en tiempos recientes, los festejos también beneficiaron al conjunto de Irán. Magnificaron su proyección internacional, como pretendía el soberano. Impulsaron, asimismo, la construcción o remodelación de infraestructuras más tarde aprovechadas con fines turísticos. Fomentaron la apertura de 3.200 escuelas gracias a la captación de patrocinios nacionales y extranjeros. E hicieron resurgir el interés por los Aqueménidas, de pronto sujetos de un aluvión historiográfico. Pese a estos aspectos positivos, la iniciativa resultó contraproducente para el sha. La imagen que prevaleció fueron las fiestas grandilocuentes en un país subdesarrollado. Jomeini se hinchó la boca despotricando desde París contra el “Gran Satanás”, esto es EE.UU. y su lacayo coronado. Los calificó de “traidores del Islam y del pueblo iraní”. La prensa foránea no trató mejor los fastos. Numerosos enviados especiales reportaron su asombro por el nivel de dispendio. Era aberrante cuando se contrastaba con el de la población de a pie. Los iraníes exiliados por la tenebrosa Savak y otros brazos represores del régimen también hicieron oír su profundo malestar. Algunos, a bombazos. Sucedió en el consulado de Irán en San Francisco: una detonación incendió tres plantas. Sin olvidar otras manifestaciones, menos violentas, pero igualmente furibundas, en varias ciudades occidentales. El relato mantenido hasta hoy de un despilfarro enervante también ha incluido exageraciones persistentes. Da fe un documental emitido por la BBC. En él se afirma que el gasto de las celebraciones de 1971 ascendió al doble del presupuesto anual de Suiza. Lo cierto es que ensayos y testimonios coinciden en cifrarlos entre trescientos y setecientos millones de dólares, no en varios miles de millones. Más allá de las precisiones, los festejos supusieron un punto de inflexión. Su boato desmesurado activó a una oposición hasta entonces menos cohesionada y ruidosa. Las celebraciones de Persépolis proyectaron la imagen de un sha alienado de su pueblo, autoritario de fronteras adentro y servil con potencias extranjeras. Erigido en la voz justiciera al frente de la indignación popular, Jomeini ganó enteros en los medios mundiales y, lo más importante, se consolidó en Irán como “un referente moral”. Al cabo de la década que inauguraron los inolvidables banquetes, la Revolución Islámica había triunfado y el sha junto a su imperio, ya eran parte del pasado.
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