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viernes, 13 de agosto de 2021

VENCER O MORIR: A 500 años de la caída de Tenochtitlán

Un 13 de agosto de hace medio milenio, el conquistador español Hernán Cortés (1485-1547) tomó a sangre y fuego la capital azteca, poniendo fin a un imperio donde la barbarie y el terror con los pueblos a los cuales subyugaron era la norma, quienes se vengaron - y en qué forma - aliándose con sus implacables enemigos. Como sabéis, el gran caudillo extremeño supo en 1519, cuando fue comisionado por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, para emprender una de las muchas expediciones de toma de contacto con la cercana costa mejicana que patrocinó, que iba a transformar dicha expedición de descubrimiento en otra de naturaleza muy distinta: iba a conquistar las tierras del interior de aquel país tan inmenso, misterioso y, sobre todo, rico. Merced a enormes cualidades, entre las que cabe destacar su inteligencia, su carisma, su capacidad organizativa, su valentía, sus dotes diplomáticas, Cortés supo entender muy pronto dos cosas: en primer lugar, debía hacer del conjunto de compañeros que lo seguían en aquella aventura un grupo cohesionado, motivado y adicto a su persona; es decir, los iba a constituir en una suerte de compañía militar de élite, la punta de lanza de sus ambiciones. Iban a ser poco más de un par de millares de hombres en el transcurso de la Conquista (1519-1521), de los cuales apenas mil iban a luchar junto a Cortés durante el sitio de la capital del Imperio Azteca desde fines de mayo y hasta mediado agosto de 1521. Más que por su armamento, los hombres de Cortés iban a destacar en el campo de batalla por su voluntad de vencer, de aguantar hasta el final. Solo tenían sus vidas que perder y un gran botín que ganar. Así se lo dijo Cortés y ellos le creyeron. Y lo hicieron porque el luchaba como el que más y padecía todos los inconvenientes de una guerra dura y difícil como el primero. Y en segundo lugar, Cortés supo también muy pronto que, como había ocurrido desde siempre en la historia de la humanidad, el enemigo de tu enemigo puede ser tu amigo. Y los aztecas, un imperio soberbio, altivo y despiadado, si no carecían de algo era de enemigos. El caudillo extremeño supo hacerse con los servicios de numerosos pueblos aborígenes utilizando la persuasión, la diplomacia, la fuerza e, incluso, la crueldad y el terror cuando hizo falta. De esa forma, logró constituir un enorme ejército de varios cientos de miles de personas, desde guerreros, zapadores, porteadores y demás personal de servicio; es decir, se convirtió en el líder de una gran coalición antiazteca. Una vez decidido por la conquista de Tenochtitlán, una enorme urbe situada en el centro del lago Tetzcoco y unida a tierra firme por diversas calzadas levantadas sobre diques, Cortés dividió a sus tropas hispano-aborígenes en tres grupos, para que avanzasen por cada una de las calzadas principales, mientras que la presión aumentaría sobre los aztecas al hacer construir Cortés trece “bergantines”, más bien lanchones artillados, donde cada uno de ellos portaba un cañón, para evitar sus salidas desde la ciudad a través del lago. Era el bloqueo total de la urbe, al que le había llegado su hora final. A lo largo de junio y julio se iban a suceder los combates casi sin solución de continuidad. Se peleaba en las calzadas para forzar el paso hacia el interior de la ciudad, no sin tener que sortear toda suerte de obstáculos: los aztecas abrían fosos en las calzadas, levantaban albarradas, procuraban desembarcar tropas desde sus canoas a la retaguardia del avance hispano y poder copar al enemigo, etc. Cortés se iba impacientando al comprobar la resistencia de los aztecas y las enormes dificultades que le esperaban para domeñarlos. En una ocasión, olvidando su habitual cautela, se lanzó con algunos de sus hombres a la lucha sin tener el camino de retroceso asegurado. Fue un grave error. El propio caudillo, hecho momentáneamente prisionero, pudo ser salvado por uno de sus fieles. Pero otros muchos murieron y no todos en combate: los hombres de Cortés pudieron ver con horror cómo sus compañeros eran arrastrados hasta los templos para ser sacrificados. La moral iba bajando por la prolongación del asedio, por el cansancio acumulado, con guardias y ataques constantes, día y noche, sin apenas descanso. Las múltiples heridas que los hombres iban atesorando tras tantas jornadas de lucha los debilitaban a ojos vista. Pero nadie se iba a rendir. Aquella no era una guerra entre europeos. No habría posibilidad de negociar una rendición con el enemigo o pedir un rescate. Ser capturado significaba ser inmediatamente inmolado en un templo pagano. Ante aquella perspectiva todos lucharían hasta el final. Como les había asegurado Cortés en diversas arengas, allí se había ido a vencer o morir. Pero poco a poco, los oficiales de Cortés, comandados por Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval o Cristóbal de Olid, fueron introduciéndose con sus hombres en la gran ciudad barrio a barrio. Para evitar contragolpes y presionar a los supervivientes, buscando su rendición, Cortés tomó la decisión de ir demoliendo la ciudad conforme se avanzaba: de esa forma se aseguraba el control total sobre lo conquistado. No se podía perder un barrio que ya no existía. Además, se iría quemando la enorme cantidad de cuerpos que se encontraban a su paso: el hambre, la sed, la enfermedad causaban tantos estragos como los propios combates. A los primeros días de agosto, Cortés procuró por todos los medios que Cuauhtémoc - autoproclamado emperador y quien lideraba la resistencia - entendiese que no tenía más opción que rendirse. Pero este tenía el temor de terminar como Moctezuma II muerto a pedradas por su propio pueblo, acusado de traidor. Por ello, los combates prosiguieron. Pero ante la evidencia de que la ciudad iba a ser conquistada sin remedio, Cuauhtémoc intentó escapar en una canoa cuando fue capturado y llevado encadenado ante la presencia de Cortés. Era el 13 de agosto de 1521. Un gran silencio se hizo al finiquitarse los combates. Del griterío ensordecedor de las jornadas de lucha se pasó al mutismo. Millares de cadáveres, hediendo, llegaron a enfermar al propio Cortés. Comenzó el pillaje de lo que quedaba en una ciudad en ruinas. Hernán Cortés había finalmente vencido. La caída de Tenochtitlan es una hazaña bélica de una dimensión extraordinaria. Significó el final del imperio azteca y el comienzo de una nueva era. Pero, como toda conquista, fue un hecho heroico y trágico por igual.
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