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viernes, 30 de junio de 2023
UNA HISTORIA OCULTA: La “solución final” que extermino a los indios de Norteamérica
Hace años que los estadounidenses perdieron el contacto con su propia historia. En efecto, sus libros de texto no se pensaron para formar, sino para adoctrinar y eliminar de ellos episodios como las masacres a las que se vieron condenados millones de indios norteamericanos, a manos de quienes los exterminaron sin piedad alguna para apropiarse de sus tierras, ya sea mediante metralla, obuses, mantas con viruela, extinción intencionada de los bisontes para que los “pieles rojas” murieran de hambre y leyes de discriminación tan extremas, donde no eran considerados humanos y como tal, no merecían vivir. Al respecto, el sociólogo norteamericano James William Loewen publicó en 1995 un libro titulado Lies My Teacher Told Me: Everything Your American History Textbook Got Wrong (Mentiras que me dijo mi profesor: Todo lo que no aparece en su libro de texto de historia americana). Loewen demostró que los estadounidenses habían perdido el contacto con la historia de su país porque los libros de texto no estaban pensados para formar, sino para adoctrinar. Esos manuales propagandísticos relataban de forma nauseabunda “la epopeya de un pueblo virtuoso, dirigido por el patriotismo, optimista, con un gran pasado y un mejor destino”. Es así como entre la desinformación y el adoctrinamiento, no sabían quiénes eran realmente, y quedaban vulnerables a las soflamas de cualquier desaprensivo. El episodio sobre el que más se ha mentido, decía Loewen, es el de los indios americanos. En los libros seguían apareciendo como algo exótico, presentados con expresiones antiguas y racistas, y ocultando el genocidio que sufrieron. En realidad, no hay comparación posible con el tratamiento que vivieron los indios en la América española. De hecho, mientras que en EE.UU solo existe actualmente un 1% de población indígena y en Canadá un 4%, por el contrario en las antiguas posesionas españolas y a despecho de la leyenda negra que intento denigrar los logros de España a través de los siglos, en Honduras los indios conforman el 96%, en Ecuador son el 92%, en Bolivia el 88%, en Méjico y Perú el 85%, mientras que en Nicaragua y Guatemala son el 82%. Es decir; si hay que derribar estatuas no deberían ser precisamente las de Colón y los españoles. Es más; si Norteamérica hubiera estado en manos del Imperio español hoy el porcentaje allí de indígenas sería equiparable al de los países citados. Los indios en Norteamérica eran millones como en el resto del continente, pero los ingleses y luego los estadounidenses provistos de su codicia y su “asco racial”, exterminaron prácticamente a todos para quedarse con sus tierras. Es probable que la diferencia con lo hecho por España radique en que la Corona tuvo desde el inicio un cuidado legal con sus indios, y procuró siempre su equiparación con la metrópoli. Así, la educación y la evangelización, tecnificación de la producción, comunicaciones y ordenación urbanística estuvieron casi tan desarrolladas como en España. La prueba es que los procesos de independencia fueron protagonizados por criollos hijos de españoles con una forma de vida burguesa. Esto en el caso de EE.UU. hubiera sido imposible. Al respecto, Gregory H. Stanton presentó un documento en el Departamento de Estado de EE.UU. en 1996 en el que se describen las ocho etapas del genocidio, que amplió a diez en el 2013. El modelo se puede aplicar a las tribus nativas de aquel país. Primero se produjo la clasificación en función de la etnia, la raza o la religión. Segundo, la simbolización biológica: los “pieles rojas”, o, en el caso de que no fuera visible, su determinación por medio de la vestimenta o un signo. En tercer lugar ocurrió la discriminación legal: los nativos no eran ciudadanos como los norteamericanos y, por tanto, carecían de los mismos derechos. Luego se procuró la deshumanización para eliminar la barrera psicológica moral; es decir, que a las mentes religiosas de los norteamericanos no les pesara la discriminación o la muerte de los nativos como si fueran animales. Esto fue sencillo en el caso norteamericano porque usaron los nombres de los indios asociados a la naturaleza, como Toro Sentado o Caballo Loco, para animalizar a los nativos. La organización de su liquidación fue el paso siguiente, lo que se hizo a través de fuerzas militares - los infames “casacas azules” - o milicianos. Luego vino la provocación de un enfrentamiento contra ellos, una guerra, a la que siguió una solución final, un apartheid o, en este caso, las reservas indias. Así, las tribus fueran echadas de sus propiedades, expropiadas a la fuerza, y confinadas en territorios donde fueron maltratadas, asesinadas o dejadas morir de hambre. Por último, tuvo lugar lo que cuenta el sociólogo Loewen: el ocultamiento de la Historia. De esta manera, pudieron desaparecer para siempre de la realidad y de la memoria. En 1787 el gobierno de EE.UU firmó tratados con tribus consideradas naciones soberanas, en los que se intercambiaba “tierra por protección, paz y amistad”. Thomas Jefferson apuntó cínicamente en esos tratados: “En sus derechos de propiedad y libertad, nunca serán invadidos ni molestados”... Nada más falso. En 1790 empezó el enfrentamiento con los Creek, Cherokee y Chickasaw por la ocupación de tierras por parte de colonos respaldados por un Gobierno que usaba el ejército para usurpar esos dominios. Para desgracia de los nativos, al año de la elección de Andrew Jackson como presidente en 1829, se encontró oro en territorio Cherokee. Esto provocó la Ley de Expulsión de Indios de 1830. A pesar de que la Corte Suprema invalidó dicha norma, en noviembre de 1838, 7.000 soldados invadieron el territorio y expulsaron a los nativos. En el viaje murieron unos 4.000 cherokees, una cuarta parte de su población. Los cherokee llaman a este episodio el “Sendero de las lágrimas”. Lo mismo se hizo con los Navajo, Potawatomi, Seminole, Muscogee, Choctaw, Apaches, Sioux y otros pueblos nativos, donde destacan bravos guerreros como Cochise, Gerónimo, Nube Roja, Toro Sentado o Caballo Loco. Los sobrevivientes de aquellas masacres quedaron hacinados en las reservas dependientes de la caridad del Gobierno. Así, el hambre y la desnutrición diezmaron aún más a los nativos. De ser dueños de todo, quedaron sin nada. Como podéis imaginar, las revueltas que se sucedieron eran castigadas con masacres. Cabe precisar que en las películas del Oeste distorsionan groseramente la realidad, donde los indios siempre son presentados como los “malos” y no como las victimas de incontables abusos. Por ejemplo, en las batallas de Sand Creek o de Wounded Knee se usaron obuses para matar a mujeres, niños y ancianos que no participaron en los combates y estaban desarmados. Pero la masacre no acabó ahí. Para acabar con su fuente de alimentación, entre 1872 y 1873 el general Philip Sheridan ordenó matar a los bisontes: más de 3.500.000. En tanto, en California se organizó un auténtico genocidio y esclavitud de los nativos. La Ley para el Gobierno y Protección de los indios (1850) permitía esclavizarlos y vender a los niños. Al no considerarse personas, los asesinatos y las masacres se multiplicaron, algunas realizadas por milicianos sufragados con fondos públicos. En 50 años la población india de California pasó de 150.000 a 15.000. Como podéis imaginar, la guerra fue muy desigual. La ventaja numérica y tecnológica estadounidense era abrumadora, salvo en la batalla de Litte Bighorn donde muere el infame general Custer. Consiguen armas de fuego, pero le faltan repuestos y munición, así que siguieron utilizando arcos y flechas, cuchillos, lanzas y tomahawks. A su favor tenían un mayor conocimiento del terreno, su capacidad para orientarse, saber aguantar con poco y dispersarse cuando estaban rodeados, pero a medida que la colonización avanzaba los fueron arrinconando porque los colonos, bien armados, les iban arrebatando terrenos, se creaban puestos fronterizos militares y eran perseguidos por la caballería. Los pueblos indios lucharon hasta la muerte defendiendo su cultura, costumbres, familia y territorios. En 1879 el Gobierno emprendió la tarea de “matar al indio y salvar al hombre”. Arrancaron a los niños de sus familias sobrevivientes del genocidio para meterlos en escuelas públicas “donde educarlos en otros valores” o sea, que traicionen a su propia raza convirtiéndose en delatores al servicio de quienes asesinaron a sus familias. Se les prohibió además su religión y el uso de su idioma aplicando castigos severos a quienes no cumplían las ordenes. Estos “reglamentos de civilización” estuvieron vigentes hasta 1936, a pesar de que se les concedió la ciudadanía en 1924 como recompensa a “su participación” en la Primera Guerra Mundial. Como consecuencia de estas matanzas, la población nativa fue reducida de unos doce millones en el siglo XVI a menos de 250.000 en 1900. No fueron solo diezmados por la violencia, también por patógenos “europeos” como la viruela, el sarampión, la gripe, la tosferina, la difteria, el tifus, la peste bubónica, el cólera y la fiebre escarlata. Algunas veces el contagio fue deliberado, como con la entrega de mantas con viruela en 1837 que causó 100.000 muertos. El gobierno norteamericano reconoce hoy a 565 tribus de nativos americanos. En la actualidad existen 2,5 millones de indios, de los cuales alrededor de un millón vive en reservas. A ninguna de esas tribus se le ha concedido el derecho a conservar o recuperar las tierras de sus antepasados y están a la espera de que los libros de “historia” les reconozcan, algo que por cierto nunca sucederá en la eufemísticamente llamada “tierra de la libertad”.
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