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viernes, 30 de agosto de 2024
EL ÚLTIMO VIAJE DE UN FARAÓN: Los secretos de la barca solar que llevó a Keops a la eternidad
Hace 4.500 años, un brazo del Nilo fluía por lo que hoy es la meseta de Guiza. Era bastante caudaloso, lo suficiente como para permitir el paso de barcas de cierto calado, cargadas con los bloques de piedra caliza procedentes de canteras cercanas como Tura (próxima al actual El Cairo), o incluso remotas, como la de granito de Asuán. Con ellas, a lo largo de casi treinta años de trabajo y la participación de, tal vez, cien mil esclavos, el faraón Keops construyó su tumba para desafiar el paso de los siglos. El mismo brazo del Nilo llevaría a Keops hasta su última morada. Lo hizo a bordo de una nave funeraria, quizá construida expresamente para esa ceremonia y para asegurar más tarde al faraón un vehículo apropiado con el que unirse a Ra en su periplo diario por el cielo, desde el amanecer hasta el ocaso. La barca de Keops estaba construida desde fuera hacia dentro con un casco formado por planchas de madera de cedro, encajadas unas con otras. Se mantenían unidas entre sí mediante cuerdas y fibras vegetales, sin utilizar un solo clavo. Al humedecerse, el esparto se contraía y la madera se dilataba, haciendo más y más estanca la unión entre las tiras sucesivas. Se trataba de un navío sorprendentemente grande, sobre todo, teniendo en cuenta las limitaciones técnicas de la época. Cuarenta y tres metros de eslora, casi seis de manga y un calado de metro y medio. Diseñado para navegar por las tranquilas aguas del río, se impulsaba mediante remos: diez hombres a proa y un timonel para dirigir el rumbo, con dos paletas a popa. Hay quien sugiere que en las ceremonias fúnebres la remolcaba otra barca. Casi media eslora correspondía al aposento del faraón, oculto a la vista de todos por compactas paredes de tablas. Había solo un par de puertas, sin ventanas, lo que debía de producir en su interior un efecto lóbrego. El interior estaba dividido en dos zonas: una antecámara y una sala principal. No sabemos qué lujos ofrecía, pero podemos intuir algunos. El techo estaba sostenido por columnas de cedro con capiteles tallados en forma de palma e incrustaciones de cobre; las puertas de la estancia disponían de cerrojos para asegurarlas desde dentro, y es posible que los soportes, que se extendían quince centímetros por encima de la cabina, sirviesen para tender alfombras de junco húmedo, que refrescasen a su augusto pasajero. Cumplida su función ritual en el enterramiento del faraón, la barca de Keops se enterró en una zanja, frente a la cara sur de la gran pirámide. No entera, sino desmontada como un colosal puzle de tablones, cuadernas y listones, además de los rollos de cabos que habían servido para unirlos. Luego, la excavación se cubrió mediante 41 pesadas losas de arenisca, y las juntas se sellaron con mortero y yeso. Ahí permanecería, aislada de la intemperie, durante 4.500 años. El descubrimiento de la primera barca real tuvo lugar casi por accidente, en 1954. Hacía apenas dos años de la revuelta de los coroneles encabezados por Gamal Abdel Nasser, que había depuesto al corrupto rey Faruk, y Egipto vivía un momento de exaltación patriótica a la que no era ajena la revalorización de sus cuatro mil años de historia. Desde que los soldados de Napoleón descubrieran la piedra de Rosetta, la investigación arqueológica había estado en manos de expertos occidentales; era el momento de que Egipto reivindicase las glorias de su pasado. El hallazgo ocurrió durante unos trabajos de limpieza para despejar de arena y escombros el lateral de la gran pirámide. El monarca saudí, de visita en Egipto, había expresado su deseo de visitar el monumento, y el Servicio de Antigüedades egipcio quería causar una buena impresión. Es un episodio confuso, cuya atribución dañó muchos egos. Cuando el capataz descubrió la primera losa, el director del proyecto se encontraba en El Cairo, atendiendo a un asunto familiar. Fue otro de los egiptólogos del equipo, Kamel el-Mallak, quien se hizo cargo de los trabajos que llevarían a despejar el acceso a la fosa, casi dos metros por debajo del nivel del suelo. Mallak fue la primera persona que contempló parte del descubrimiento por un pequeño agujero en una de las losas. Para ello utilizó un espejo para reflejar un rayo de sol a través de la cata y así atisbar unos tablones que parecían la proa de una balsa, como las que adornaban muchos relieves de otras tumbas. En realidad, las barcas tradicionales eran poco más que balsas construidas con rollos de papiro atados. Esta era de madera. De cedro, concretamente, a juzgar por el aroma que se desprendió de la fosa, mezclado con incienso, que había resistido más de cuarenta y cinco siglos. Debido a que Mallak alternaba su trabajo de arqueólogo con el de ocasional corresponsal del The New York Times, fue también el primero en anunciar la noticia, que durante varios días copó las portadas del rotativo. La revista Life envió a un fotógrafo, y las imágenes del barco, medio cubierto con restos de las losas excavadas, causaron sensación mundial, en contra de la primera reacción del gobierno egipcio, que le dio poca importancia al descubrimiento. Hubo que utilizar polipastos para levantar las pesadas losas de cobertura de la zanja. Una vez retiradas, los asombrados arqueólogos se encontraron con una reliquia en perfecto estado de conservación. La madera había resistido el paso de los milenios sin apenas daños. Hasta los cabos parecían recién trenzados. El problema radicaba en su reconstrucción. Eran más de mil doscientas piezas, casi todas muy parecidas y sin instrucciones de montaje. Tan solo había ocasionales indicaciones sobre su posición en la proa o la popa, a babor o a estribor. La tarea recayó en Hag Ahmed Yussef, un egipcio que llevaba veinte años trabajando en las tumbas de la necrópolis de Tebas y experto en la restauración de figuras y objetos milenarios hechos de madera, pero no en barcos. Nadie lo era. Nunca se había descubierto nada semejante. Junto al pozo de excavación se levantó una nave de ladrillo que serviría tanto de almacén de las piezas como de área de montaje. Unos sencillos aparejos permitían moverlas con más facilidad para comprobar su encaje unas con otras. Pero no olvidemos que eran los años sesenta. El equipo disponible no era especialmente avanzado, y casi todas las operaciones se hacían de forma manual. Claro está, extremando las precauciones para no dañar unos materiales tan frágiles. Yussef y sus ayudantes dedicaron diecisiete años a recomponer el rompecabezas. Antes hubo que estabilizar las maderas, levantar planos de cada tablón, consultar con constructores de falúas que, de alguna manera, conservaban las antiguas tradiciones, construir modelos a escala, remendar las piezas deterioradas y, por fin, ensamblarlas en un todo coherente. Hasta cuatro veces se montó el casco y otras tantas hubo que desmontarlo, hasta dar con una configuración satisfactoria. De delante atrás había un baldaquino, destinado quizá a dignatarios, sacerdotes o a alguna figura ritual. Le seguía la plataforma de los remeros, también protegidos por un armazón sobre el que podía extenderse un parasol, y, por fin, la estancia real. El cuidado por los detalles llegaba al extremo de que todos los nudos de los cabos que mantenían unidos los tablones quedaban ocultos. Tan solo en las amuras de la nave, donde era imposible camuflarlos, sus constructores añadieron unas piezas superpuestas que, al menos, los disimulaban. Alrededor de la barca se construyó un edificio con grandes ventanales de vidrio, galerías y rampas que permitían a los visitantes contemplarla desde varios ángulos. Fue un error. Durante mucho tiempo, el irregular suministro eléctrico impidió el funcionamiento del sistema de aire acondicionado. El sol y la humedad que desprendían las incesantes visitas amenazaban con destruir en pocos años las maderas que habían sobrevivido durante milenios bajo tierra. Al final, se cerró al público. En agosto de 2021 la barca real se trasladó al nuevo Gran Museo Egipcio de El Cairo. Esta vez, la operación contó con todas las garantías, planificadas a lo largo de un año de estudios. Para no tener que desmontarla trajeron desde Bélgica dos transportes especiales –superpuestos, uno sobre otro, con 48 ruedas en total–, manejados a control remoto, y dotados de un exquisito sistema de amortiguadores. La pieza iba empaquetada dentro de un contenedor metálico, protegida con espuma y rodeada de inclinómetros y sensores de temperatura y humedad. El trayecto, custodiado por efectivos del Ejército, se prolongó durante 48 horas, en una ceremonia que recordaba el desfile del traslado de las momias de veintidós faraones, retransmitida por televisión seis meses antes. Pero la barca solar de Keops no era un ejemplar único. A pocos metros de su zanja se encontraba otra similar, objeto de estudio por parte de un equipo japonés. Su estado de conservación no era tan bueno, debido a que los orificios no se sellaron bien, además los insectos, filtraciones de agua y temperaturas extremas comprometieron una fosa que durante milenios se había mantenido en unos estables 25º C. El temor de los expertos residía en que, al abrir la cámara y permitir que entrase en ella una bocanada de aire del desierto, todas aquellas maderas se derrumbasen como aserrín. La extracción de su contenido se prolongó durante años, a veces con serias desavenencias entre el Servicio de Antigüedades y los arqueólogos de la Universidad de Waseda. La segunda barca estaba compuesta por unas seiscientas piezas, que empezaron a recuperarse en el 2011, aunque los técnicos llevaban ya diez años estudiando el estado de las maderas y la forma de estabilizarlas. Una vez ensamblada, su lugar será también el nuevo Gran Museo Egipcio, al lado de la primera. Hoy sabemos que alrededor de la gran pirámide se enterraron otras barcas solares. Dos fueron saqueadas, o quizá no se utilizaron nunca, y hoy pueden verse allí sus fosas vacías. En el resto de la necrópolis, así como en diversos lugares de Egipto, se han encontrado pozos y restos similares, pero ninguno tan extraordinario como el navío que llevó a Keops hacia la eternidad.
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