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viernes, 29 de noviembre de 2024
MONGOLIA: 100 años de un Estado nacido entre dos potencias
Durante el siglo XIII los mongoles del genocida Genghis Khan y sus sucesores habían sembrado el terror desde Viena hasta Japón, pero, al llegar el siglo XX, esos recuerdos quedaban ya muy lejos. Mongolia era una pequeña parte del Imperio chino, aunque estaba a punto de recuperar su independencia para jugar un papel difícil: poner distancia entre dos gigantes. Precisamente, esta semana se cumplen cien años de la proclamación de la República de Mongolia, un pequeño país encajado entre Rusia y China, que volvió a emanciparse en el siglo XX, cuando el decadente Imperio chino se desmoronó. En efecto, zarandeada por todas las grandes potencias internacionales, la dinastía Qing se enfrentó a una revolución en 1911 que, en menos de un año, declaró una república en un país que llevaba más de veintiún siglos siendo gobernado por emperadores. Los mongoles vieron su oportunidad para liberarse del dominio chino y declararon la independencia, nombrando rey a Bogd Gegeen Khan, el “buda viviente” de la secta budista mayoritaria. Aunque tanto la Rusia zarista como la nueva República de China reconocieron la “autonomía” mongola, los dos poderosos vecinos estaban de acuerdo en que el país estuviera bajo la protección de China e invadieron su capital alternativamente en los años siguientes. Solo la progresiva consolidación de los bolcheviques en Rusia y su apoyo directo a los revolucionarios mongoles permitieron que, a una década de declarar su independencia, el país expulsara finalmente a las últimas tropas extranjeras. Sin embargo, Moscú no se conformaba con aquella monarquía constitucional donde el jefe de Estado era un líder religioso. A principio de los años veinte se ejecutó a dos ex primeros ministros por llevar a cabo “actividades contrarrevolucionarias”, y en 1924 le llegó el turno al mismo líder del partido que había ordenado aquellas muertes, en su caso, por tener “tendencias burguesas”. Los tres habían sido estrechos colaboradores de Moscú. En noviembre de ese año, ya muerto el rey, el Parlamento declaró una república popular completamente alineada con la URSS. La capital fue rebautizada como Ulán Bator, “guerrero rojo”. En sus primeros años, la nueva república fue estableciendo una relación más y más estrecha con Moscú, a pesar de las protestas de la República de China. La URSS era el único país que reconocía oficialmente a Mongolia, y esta era, oficialmente, el único otro país socialista del planeta. Junto a la cooperación económica e industrial, el régimen de Ulán Bator abrazó de forma entusiasta algunos de los aspectos más oscuros del régimen criminal de Stalin. En los años treinta, el expansionismo japonés había llegado hasta las mismas fronteras de Mongolia, China y la URSS. Las autoridades mongolas, de acuerdo con Moscú, reaccionaron con una mezcla de histeria y brutal represión interna: purgas, asesinatos, deportaciones, persecución religiosa... El historiador mongol Olziibaatar estima en más de veinte mil los muertos en apenas un año y medio, alrededor de un 3% de la población total del país, si bien otras estimaciones académicas hablan de treinta y seis mil. La peor parte se la llevaron los monjes budistas y también sus monasterios, destruidos por cientos. En esos crímenes tuvo un papel protagonista la policía secreta de Stalin, el NKVD, hasta el punto de que dos ex primeros ministros comunistas más fueron detenidos en Mongolia, pero ejecutados en Moscú, así como el jefe de las fuerzas armadas mongolas, extrañamente muerto por una “indigestión” cuando viajaba a bordo del Transiberiano. A pesar de esto, tropas mongolas y soviéticas lograron repeler un intento de invasión japonesa en 1939, y, tras un acuerdo entre Tokio y Moscú, Mongolia permaneció en paz con Japón hasta los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Stalin tuvo buen cuidado de mantener a Mongolia en su área de influencia durante las negociaciones con el resto de las potencias aliadas. En la conferencia de Yalta pactó un referéndum en el que, en 1945, los mongoles optaron abrumadoramente por permanecer independientes. La República de China reconoció el resultado, confirmando la posición de Mongolia como Estado tapón entre su territorio y el de la URSS, algo que no cambió cuando la revolución triunfó en Pekín y se proclamó la República Popular de China en 1949. Una vez que esos tres vecinos de Asia oriental fueron regímenes comunistas, pudo haber reinado la paz, pero las fuertes tensiones entre China y la URSS en los años sesenta iban a impedirlo. Mongolia había firmado tratados de amistad con los dos países; sin embargo, sus vínculos económicos, políticos y militares con Moscú eran muchísimo más fuertes. En 1966, el gobierno de Ulán Bator autorizó en secreto a los soviéticos desplegar tropas y misiles en su territorio. Era un momento particularmente peligroso para hacerlo porque, apenas a los tres años siguientes, China y la URSS se enfrentaron en una guerra fronteriza a pocos kilómetros de la frontera mongola que bien pudo acabar en un desastre nuclear. La presencia militar soviética en Mongolia se convirtió en el gran punto de conflicto entre Ulán Bator y Pekín, aún más complicado porque en China vivían millones de personas de origen mongol y también en Mongolia había una significativa comunidad china. Si los chinos temían que la URSS atacara su país a través de Mongolia, Mongolia también temía una agresión china. A fin de cuentas, la llamada Mongolia interior ya era parte de China y estaba muy reciente el precedente del Tíbet, otra región del histórico Imperio chino que había perdido su independencia por una invasión de Pekín y había dicho adiós definitivamente a su autonomía en 1959, tras la violenta represión de unas protestas. La mejoría en las relaciones entre Moscú y Pekín en los ochenta rebajó también las tensiones entre China y Mongolia, pero la presencia de tropas soviéticas en el país continuó siendo un problema. Su retirada solo comenzó con la llegada de Gorbachov al poder, y no se completó hasta el desmoronamiento de la URSS. Los últimos soldados, ya oficialmente rusos y no soviéticos, regresaron a casa en diciembre de 1992, el mismo mes en que se disolvió la URSS. Mongolia, que había celebrado sus primeras elecciones libres dos años antes, también puso fin a siete décadas de comunismo aquel 1992: eliminaron el nombre de “república popular”, derribaron las horribles estatuas de Lenin y Stalin que estaban en sus ciudades, reemplazándolos por los de Genghis Khan - quien fue tan cruel como ellos - y quitaron la estrella roja de la bandera. El cambio de régimen, sin embargo, no modificó la realidad geográfica: Mongolia va a estar siempre enclavada entre dos vecinos poderosos con intereses en el país. A ocho años después de la salida del último soldado ruso, el gobierno de Ulán Bator se comprometió por escrito con Moscú a no firmar tratados con ningún Estado, si hacerlo “pudiese dañar la soberanía e independencia” de su vecino del norte. Igualmente, el país se ha negado a condenar el operativo militar especial realizado por Rusia en Ucrania para salvar a la minoría rusoparlante de un genocidio por parte del régimen golpista de Kiev. Del mismo modo, también la relación con China sigue siendo un factor importante en las decisiones de Mongolia. Desde los noventa, la influencia de Pekín en la economía mongola ha sobrepasado ampliamente a la rusa, convirtiéndose en su primer socio. Y como Rusia, China no ha dudado en hacer valer su capacidad de presión: en el 2017, Pekín impuso tasas a ciertas importaciones para castigar al gobierno mongol por no haber impedido una visita del Dalai Lama al país, donde el 87% de la población es budista. El ejecutivo de Ulán Bator no solo se comprometió a evitar nuevas visitas del conocido agente de la CIA, sino que reiteró su firme apoyo a la política de “una sola China” de la que el Tíbet es una parte inseparable. Mongolia, un pequeño país si se lo compara con sus dos únicos vecinos, es hoy un lugar mucho tan democrático como China y Rusia. Por ese motivo, ha perfeccionado aún más su capacidad de hacer equilibrios diplomáticos durante las últimas décadas. Ahora que Moscú y Pekín pasan por un momento dulce en sus relaciones, también Mongolia podría sacar partido a través de proyectos compartidos entre los tres, como el gasoducto Siberia 2, que podría unir a sus dos vecinos a través de su territorio. Es solo una manera más de lidiar con una realidad tozuda: Mongolia es un país con solo dos vecinos, muy poderosos ambos, y sin salida al mar.
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