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viernes, 19 de julio de 2024
THE FALL OF EAGLES: Un asesinato que ocasiono en Europa el final de una era
Un escalofrío sacudió Europa en junio de 1991. Se anunciaba la desmembración de Yugoslavia y estallaba la guerra en su seno prácticamente a continuación. Resucitaban con ello viejos fantasmas. Ochenta años antes, en aquellas mismas tierras, un magnicidio había precipitado la eclosión de una guerra que se creyó duraría semanas, pero que se prolongó en cambio durante cuatro interminables años, marcando dramáticamente el destino del siglo XX. Salvando las distancias, ambos casos guardaban ciertos paralelismos: el nacionalismo como detonante de la violencia, el espacio balcánico como avispero desestabilizador de la paz en el continente y el desmoronamiento del statu quo internacional: si en 1914 fue el agotamiento del equilibrio europeo del siglo anterior y la caída de los imperios ruso, alemán y austrohúngaro, en 1991 sería el hundimiento de la Unión Soviética y de la política de bloques. “Un día la gran guerra europea estallará a causa de alguna maldita estupidez en los Balcanes”, había vaticinado el canciller alemán Otto von Bismarck nada menos que en 1897. Aquella “maldita estupidez” sería años más tarde el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero de la corona imperial austrohúngara a manos de un terrorista serbio. A finales del siglo XIX, la mayor parte de Europa estaba formada todavía por grandes imperios de carácter multinacional. Dos de ellos, Austria-Hungría y Rusia (a los que habíamos que agregar a Turquía que es asiática, pero que desde el siglo XV ocupaba territorios en Europa) se estaban desmoronando progresivamente. Era una consecuencia de las tensiones internas que generaba la combinación del nacionalismo, por un lado, y del liberalismo político y económico, por otro, que se habían extendido a partir de la Revolución Francesa. El nacionalismo había alimentado la idea de que los pueblos con una misma lengua y cultura, étnicamente homogéneos, tenían derecho a formar un estado independiente. La igualdad social propugnada por la Revolución Francesa se veía ahora en entredicho a raíz de los efectos de la Revolución Industrial, que había encadenado a millones de europeos a una situación económica precaria. Las oleadas de protesta se multiplicaban. Tras la derrota del bastardo Napoleón, el Congreso de Viena de 1815 había logrado imponer durante algunos años un equilibrio de fuerzas en el continente y un statu quo conservador frente a los impulsos revolucionarios. Pero a finales de siglo los desequilibrios sociales derivados de la industrialización y las reivindicaciones nacionalistas presagiaban una etapa de inestabilidad incontrolable. El Imperio otomano, el “gran enfermo de Europa”, como se le llamaba, iba perdiendo su extensión territorial en los Balcanes con las sucesivas guerras y secesiones de Grecia, Serbia, Bulgaria... Rusia caminaba hacia su primera gran revolución social de 1905. Austria-Hungría se debilitaba como potencia por las tensiones internas entre Viena y Budapest. Y la irrupción de la Alemania recientemente unificada, que se erigía en la nueva potencia centroeuropea, preocupaba enormemente a Rusia, Gran Bretaña y Francia. El fin de siglo vino acompañado por otro fenómeno: el imperialismo. Se inició una creciente carrera entre las potencias por hacerse con materias primas, necesarias para alimentar sus procesos de industrialización y para obtener a la vez mercados en que dar salida a su producción. Surgieron entonces disputas territoriales, como demuestra el estallido de la guerra de Crimea en 1855, que enfrentó a Rusia con una debilitada Turquía (al que asistieron británicos y franceses en su interesada ayuda). O la conflagración entre Francia y su vecina Prusia, pasado quince años. Pronto los conflictos en la tenaz búsqueda de recursos se extendieron a los dominios europeos en Asia y África. La competencia, por otro lado, desembocó en el proteccionismo económico, que hacía prácticamente imposible las relaciones comerciales con territorios que formaran parte de otros imperios. La tensión se retroalimentaba por los enormes ejércitos que los estados habían reunido - gracias a la leva masiva y obligatoria emanada de la Revolución Francesa -, armados hasta los dientes con material moderno como efecto de la Revolución Industrial en el sector armamentístico. La mayor parte de los estados intentó hacerse con grandes buques, con artillería de mayor calibre y alcance... El progresivo rearme llevó a la conclusión de que se caminaba hacia la guerra. Ante la amenaza de un inminente conflicto bélico, los países europeos arbitraron mecanismos para una política de desarme, como las conferencias de La Haya de 1899 y 1907. Pese a las buenas intenciones declaradas, resultaron infructuosas. La alternativa fue instrumentalizar una política de alianzas destinadas a socorrerse mutuamente en caso de que un conflicto les afectase. Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia quedaron agrupados en la Triple Alianza, y Gran Bretaña, Francia y Rusia en la Triple Entente. En paralelo a estas alineaciones tuvo lugar un sinfín de acuerdos bilaterales entre el resto de los países. No deja de ser sintomático que este período previo a 1914 haya sido conocido como “la Paz Armada”. Entretanto, la región balcánica era un hervidero que se debatía entre las tensiones hegemónicas de las grandes potencias y las étnico-políticas locales. Austria se había anexionado Bosnia en 1908, lo que había precipitado la animadversión de Serbia, que también la deseaba. En 1912 y 1913 se desataron las llamadas guerras balcánicas: primero para expulsar a los turcos de los Balcanes, luego para que los pueblos autóctonos se disputasen los territorios entre sí. La paz llegó en 1913 con el Tratado de Bucarest, que reducía el área turca en los Balcanes solo a Constantinopla, mientras que Serbia se erigía en la potencia regional, viendo casi doblado su territorio. Austria-Hungría, altamente inquieta ante el nuevo equilibrio balcánico, se opuso a que Serbia accediera al mar, para lo que facilitó la creación de Albania. El gobierno serbio, agotado luego de dos guerras y consciente del malestar austrohúngaro ante su dinamismo, actuaba con cautela. Sabía que el menor desliz provocaría la invasión austríaca de su territorio. El gobierno estaba presidido por Nicolás Pasic, un nacionalista que había participado en el golpe de Estado que en 1903 derrocó de forma sangrienta al rey Alejandro Obrenovic, afín a los austrohúngaros. Pero el peligro para los austríacos no era Pasic, sino el coronel Dragutin Dimitrijevic, alias Apis, jefe del servicio de información militar serbio. Desde la sombra dirigía las acciones de protesta y sabotaje contra intereses austríacos por la ocupación de Bosnia que llevaban a cabo en ella la organización nacionalista Narodna Odbrana (Defensa Nacional), su sección juvenil Mlada Bosna (Joven Bosnia) y, sobre todo, el grupo terrorista Unidad o Muerte, más conocido como La Mano Negra, que se nutría de militantes de los dos anteriores. En 1914, un puñado de jóvenes militantes de La Mano Negra, capitaneados por Gavrilo Princip, se planteaba atentar contra la vida de alguna autoridad del Imperio austrohúngaro cuando, oportunamente, supieron que el archiduque Francisco Fernando iba a realizar una visita a Sarajevo. Era la figura adecuada para golpear al Imperio. Pasic tuvo noticias de lo que se tramaba y temió que un incidente así se convirtiera en la excusa perfecta de Austria para atacar Serbia. Ordenó a Dimitrijevic que abortara la operación y abrió una investigación sobre su implicación en la misma. Al mismo tiempo, encargó a su embajador en Viena que informara al gobierno austrohúngaro del peligro de un atentado en Sarajevo para que este recomendara al heredero a la Corona la suspensión de la visita. El ministro de Exteriores no recibió al embajador, y el de Economía no dio importancia al aviso. Finalmente, el atentado tuvo lugar el 28 de junio de 1914. Aquellos terroristas serbios nunca imaginaron las consecuencias que iba a tener su acto, que iban a cambiar los destinos de Europa. El gobierno austríaco presentó ante el serbio un ultimátum con unas duras condiciones: entre otras, la persecución de la propaganda antiaustríaca, así como la de los oficiales y maestros que la ejercieran, y la participación de militares austrohúngaros en las investigaciones del atentado. Tenían 48 horas para contestar. El rechazo serbio supuso la declaración de guerra por parte de Austria, el 28 de julio. El dispositivo de alianzas de defensa mutua iba a resultar fatal. Se disparó de forma inmediata, precipitando a todo el continente a la contienda. Rusia movilizó sus tropas el 30 de julio en defensa de Serbia y Alemania hizo otro tanto en ayuda de los austrohúngaros. El 1 de agosto Rusia declaró la guerra a Alemania y Francia inició la movilización general de sus tropas. A los dos días, Alemania declaró la guerra a Francia y, al siguiente, invadió Bélgica. Como esta tenía firmada una alianza con Gran Bretaña, el gobierno de Londres, que se había mostrado cauto hasta ese momento, declaró a su vez la guerra a Alemania. Aquella “semana negra” del 28 de julio al 4 de agosto dio paso a una vertiginosa espiral de alianzas que alinearía en los siguientes cuatro años a veintiocho países, entre ellos Japón y Estados Unidos, contra las potencias centrales: Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria. Una guerra que se extendería por el noreste de Francia, el Benelux, Europa central, los Balcanes, Oriente Próximo, las colonias africanas y asiáticas y los mares de los cinco continentes. Fue un conflicto de una atrocidad inimaginable hasta entonces. El desarrollo armamentístico derivado de la industrialización (fusiles de precisión, ametralladoras, cañones de mayor calibre, generalización del transporte motorizado, aviación, submarinos y grandes acorazados, gases tóxicos...) implicó por primera vez a la población civil en una guerra, se cobró la vida de cerca de veinte millones de personas, entre soldados y civiles, y ocasionó pérdidas materiales por valor de 186.000 millones de dólares. Al término del conflicto, habían desaparecido los imperios alemán, austrohúngaro y ruso. Turquía no se salvó de ser dividida entre Gran Bretaña y Francia, que se adueñaron de sus posiciones en el Medio Oriente y el norte de África. En tanto en Europa, Alemania se convirtió en república. Pero la peor parte se lo llevo el imperio austrohúngaro, que de sus cenizas nacieron estados como Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia. Los aliados se cebaron especialmente con Viena porque fue el culpable directo de la conflagración. Europa cayó en una grave crisis económica por la disminución de la producción agrícola e industrial durante la guerra y la de las reservas de oro y las inversiones. Fue el fin de la supremacía mundial europea y el comienzo de la norteamericana. Los duros términos establecidos en el Tratado de Versalles contra las potencias vencidas alimentaron la crisis económica y los consiguientes desórdenes sociales, los odios larvados y el sucesivo nacionalismo agresivo que conduciría a un nuevo rearme y al futuro estallido de la Segunda Guerra Mundial. Otro caso aparte es Rusia, que desangrada por las continuas derrotas en el campo de batalla, fue impotente para contener a los bolcheviques que mediante una incruenta revolución se hicieron con el poder, instaurando una sangrienta dictadura comunista, la más terrible en la historia de la humanidad. La triste importancia del magnicidio de Sarajevo, aquel 28 de junio de 1914, es que nunca unos pocos disparos ocasionaron desde entonces la muerte de tantos millones de personas.
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