SONIDOS DEL MUNDO

viernes, 24 de septiembre de 2021

EL GRAN ROBO DEL CADAVER DE ALEJANDRO MAGNO: Un golpe maestro en la antigüedad

Viajemos hasta el lejano 323 a. C. y entremos en Babilonia. Allí, yace un hombre de treinta y tres años - Alejandro Magno - cuyo genio militar y entregadas huestes se han hecho en poco tiempo con un descomunal imperio, que abarcaba desde el Danubio hasta el norte de la India. Los más fieles generales del conquistador que ha liderado semejante hazaña rodean el lecho donde, tendido, aguarda su muerte. Uno de ellos lanza una pregunta al moribundo. ¿En qué momento deben rendirle el merecido homenaje fúnebre tras su deceso? “Cuando seáis felices”, contesta, justo antes de expirar, Alejandro Magno, ignorando que esa felicidad no será compartida por sus hombres y que su cadáver, en vez de ser honrado, se convertirá en el eje central de uno de los robos más audaces e impresionantes de la historia de la humanidad. Mucho se ha especulado sobre los últimos días de Alejandro. Su temprana muerte, que conmocionó a tantos pueblos, abonó gran cantidad de teorías de la conspiración, como la sostenida por Quinto Curcio Rufo en Historia de Alejandro, donde el autor sostiene que el conquistador fue envenenado por sus ambiciosos generales. Sin embargo, actualmente se admite como más probable la tesis defendida por Arriano en Anábasis de Alejandro Magno, donde habla de unas “terribles fiebres” que invadió al macedonio justo cuando hacia planes para invadir Arabia. Es probable que ese estado febril lo azotase tras haber liderado una expedición a través de unos pantanos próximos a Babilonia. Hoy en día se cree que allí pudo haber contraído la malaria, pero la causa real de la muerte de Alejandro sigue siendo un misterio. Lo que sí es una certeza es que su caída provocó un cataclismo en su hasta entonces naciente imperio. Por un lado, los soldados que lo habían seguido y los persas que ahora formaban parte de su reino lloraron su muerte. Por otro, sus más fieles seguidores, los conocidos como diádocos, se dispusieron a librar una lucha a muerte por sucederlo. En parte, la culpa de esa especie de guerra civil latente fue de Alejandro, por no ser demasiado claro a la hora de designar a su sucesor. Y es que, si bien dejaba un hermano, Filipo, y una mujer, Roxana, embarazada de su hijo y legítimo heredero, parece que Alejandro, en su convalecencia, manifestó el deseo de que le sucediera “el más fuerte”. Aunque quizá eso es lo que quisieron escuchar sus ambiciosos seguidores. Los mismos que pronto comprendieron que aquel hombre, ahora cadáver, había ascendido a la categoría de sagrada reliquia, que dispensaría poderes sobrenaturales y políticos a su guardián. Para los diádocos, en efecto, era evidente que el cadáver de Alejandro confería una inmensa fuerza. Aquel que poseyera su cuerpo, pensaban, recibiría algo más que unos restos. Tendría la legitimidad, como guardián de lo que quedaba del conquistador, de proclamarse heredero único y garante del imperio que había dejado atrás su predecesor. Pese a ello, si prestamos atención a las palabras de Claudio Eliano en Historias curiosas, durante treinta días, el cadáver de Alejandro se veneró más bien poco. “Sin sepultura, de la que gozan los hombres más pobres”, permaneció apartado de todos, aunque, curiosamente, sin llegar a corromperse. Hoy se sospecha que Alejandro pudo entrar en un coma profundo durante su enfermedad, pero, en la época, los embalsamadores que tuvieron que ocuparse del cuerpo, al encontrarlo en un estado de conservación tan excelso, se dejaron llevar por el terror y no hicieron su trabajo hasta que los diádocos les obligaron a ello. Sin embargo, el embalsamamiento no supuso un avance en el entierro de Alejandro. Los diádocos obviaron qué hacer con el cadáver hasta que un tal Aristandro de Telmesos pidió atención para el caído y afirmó que los dioses le habían revelado que la tierra que recibiera sus restos “gozaría de la máxima felicidad y nunca sería destruida”. Aquellas palabras proféticas no hicieron sino confirmar a los temibles diádocos la importancia de hacerse con el control de los despojos del conquistador. Poco importaban ya los designios del muerto, quien parece que habría querido ser enterrado en Babilonia. Pérdicas, comandante de la caballería de Alejandro y regente de los macedonios, decidió que debía ostentar el control del simbólico cuerpo y trasladarlo a Macedonia. La madre del propio Alejandro, Olimpia, así lo había pedido también, por lo que Pérdicas empezó a organizar los trabajos de cara al traslado del cuerpo desde Babilonia. Con este movimiento, el diádoco, que tenía un dominio sólido sobre Macedonia, sabía que todo el mundo interpretaría que él, y no otro, era el guardián del cadáver y, por tanto, de la herencia imperial de Alejandro. El conquistador fue introducido en un ataúd de oro y, durante dos años, custodiado en Babilonia, mientras se preparaba un carro en forma de templo para su traslado. El carruaje fúnebre, según parece, era gigantesco, armado con columnas jónicas, cubierto de oro y decorado con pinturas que representaban a Alejandro y su ejército, tal como recoge el historiador Tristan Hughes en un reciente podcast de History Hit. Tan inmenso era que se necesitaban sesenta y cuatro mulas para moverlo, sin que aquello le diera tampoco mucha velocidad. Su ligereza iba a ser lo de menos. Otro de los diádocos, Ptolomeo, que lideraba Egipto, tenía planes alternativos para Alejandro. Y no incluían que aquel estrambótico carro llegase a Macedonia. Ptolomeo, al igual que Pérdicas antes que él, era consciente del poder simbólico que le daría controlar el lugar de enterramiento de Alejandro Magno. Eso, sumado a que era uno de los diádocos más poderosos, hacía el choque con Pérdicas inevitable. Antes de que el cadáver comenzase su viaje a Macedonia, Ptolomeo entró en tratos con Arrideo, el oficial al mando de la comitiva fúnebre. Desde Egipto, Ptolomeo conoció el itinerario de la expedición y ordenó a Arrideo que, una vez llegase a Siria, pusiera rumbo a Egipto. Arrideo así lo hizo. A la semana, Pérdicas recibió noticias de este movimiento, y al instante envió a un grupo de sus más fieles jinetes para solventar el entuerto. Confiaba en alcanzar el lento carro con sus veloces aurigas antes de que llegase a las fronteras de Egipto, controladas por las tropas de Ptolomeo. Átalo y Polemón, hombres de confianza de Pérdicas, lideraron la operación y consiguieron alcanzar su objetivo. El problema era que el carruaje con el cadáver de Alejandro estaba protegido por una tropa, fuertemente armada, enviada por Ptolomeo, consciente quizá de que Pérdicas no tardaría en reaccionar. Al verse los hombres de Pérdicas en inferioridad numérica, no llegaron siquiera a desenvainar las espadas. Se dieron media vuelta y partieron a informar a su señor de la situación. Claudio Eliano da una versión aún más tramposa de aquel golpe de mano, según la cual Ptolomeo habría hecho fabricar una estatua de Alejandro, a la que adornó con ropajes reales y sus “magníficos sudarios”. Luego tumbó aquella imagen sobre el majestuoso carro fúnebre construido en Babilona y trasladó el cadáver de Alejandro a un carro carente de pompa, pero mucho más rápido, que envió a Egipto “por caminos ocultos y poco transitados”. De esta forma, aunque Pérdicas finalmente se hizo con el carro en forma de templo, tardó en descubrir que ya no contenía el cadáver del conquistador macedonio. Alejandro, ya en Egipto, fue trasladado a Menfis, donde probablemente acabó siendo enterrado en el sarcófago de Nectanebo II, el último faraón puramente egipcio. Pese a la derrota sufrida, Pérdicas no tenía intención de rendirse. Quería recuperar el cuerpo de Alejandro Magno y, nuevamente según Claudio Eliano, temeroso de las profecías que auguraban un brillante futuro al poseedor del cadáver del conquistador, partió con su ejército hasta Egipto. Allí iba a toparse con los hombres de Ptolomeo, pero parece que también con numerosos veteranos de las guerras de Alejandro, que, sabiendo que su cuerpo estaba allí, decidieron acudir al territorio donde yacía su antiguo líder, engrosando de esta forma las huestes de Ptolomeo. Corría el año 321 a. C., y Pérdicas se lanzó sobre las tierras de Ptolomeo, dando comienzo así a la primera guerra de los diádocos, esa sucesión de conflictos por los despojos del imperio de Alejandro Magno que protagonizarían sus generales. Pérdicas intentó forzar el Nilo dos veces, atacando por Pelusio, y, durante la batalla, perdió alrededor de dos mil hombres, muchos de los cuales serían devorados por los cocodrilos en un memorable festín. Incapaz de derrotar a Ptolomeo y en retirada, Pérdicas no encontró perdón. Sus oficiales lo asesinaron. Ptolomeo respiró tranquilo: se había asegurado la posesión del preciado talismán que representaba el cadáver de Alejandro. Y la suerte, en parte, lo acompañó, ya que acabó fundando una dinastía que gobernaría Egipto durante varios siglos hasta que el romano Octavio - proclamado luego como emperador Augusto - se anexionó aquellas tierras en 31 a. C. Cabe destacar que durante el Imperio Romano, Alejandro siguió siendo venerado como dios y su magnífico mausoleo levantado en el centro de Alejandria - ciudad que el fundo - recibió la visita de Julio César y varios emperadores hasta Constantino que iban a homenajearlo . La última visita imperial documentada es la del emperador Caracalla, en el año 215 d.C., quien dejó el anillo imperial y su cinturón como tributo a Alejandro. Se sabe que en el año 365 un gran terremoto que arrasó toda la costa del Mediterráneo Oriental y gran parte de Alejandría se hundió en el fondo del mar. Esta es la ocasión más probable de la total destrucción del mausoleo. Pero pasado 25 años, Teodosio (emperador romano del Imperio Oriental ya cristiano) publicó una serie de decretos prohibiendo el culto a los dioses paganos entre los cuales se encontraba Alejandro, lo que originó que turbas de cristianos saqueasen varios templos paganos. Desde entonces, los restos y la tumba de Alejandro Magno desaparecieron de la historia.
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