SONIDOS DEL MUNDO
viernes, 21 de mayo de 2021
TAMERLAN: El señor de la destrucción
En la historia de Asia Central hay dos monstruos que despiertan tanta admiración como terror, dependiendo desde dónde se miren. El primero es Genghis Khan, el caudillo mongol que logró la proeza de unificar a las tribus nómadas en un mar de sangre y crear uno de los imperios más extensos de la historia y del cual ya nos ocupamos anteriormente. El segundo es Amir Timur, más conocido como Tamerlán, que a casi dos siglos de ocurrido, intentó repetir la proeza. Si bien no consiguió igualar las conquistas de Genghis Khan, Tamerlán fue el último gran emperador de las estepas y su trayectoria refleja en parte la del caudillo mongol: desde una modesta posición al frente de uno entre tantos pueblos nómadas logró unir a muchos otros mediante la guerra y la audacia, y dejó como legado un imperio cuya influencia perduraría a lo largo de los siglos, aunque sus sucesores no lograran conservar su unidad. E incomprensiblemente al igual que Genghis Khan, ha sido elevado a la categoría de “héroe nacional” en su tierra de origen, el actual Uzbekistán, mientras que en lugares que sufrieron el ataque de sus ejércitos su recuerdo es maldecido. Timur nació en Kesh (Uzbekistán) en una familia noble de los barlas, un grupo turco-mongol que gobernaba la región histórica de Transoxiana; según la tradición su nacimiento se produjo el 9 o el 10 de abril de 1336, aunque no existe ningún registro histórico que lo corrobore. Tampoco se sabe mucho de su juventud, salvo por el incidente que le procuró su nombre: Tamerlán proviene de Timür-e lang, que en persa significa “Timur el cojo”; según una leyenda, la causa de su cojera fue una flecha lanzada por un granjero al que trató de robar su ganado. Los barlas debían obediencia al kanato Chagatai, fundado por uno de los hijos de Genghis Khan, pero cuyo poder era disputado por otros reyes vecinos. Prestando apoyo y retirándolo a quien más le convenía en cada momento, Timur fue ganando poder hasta convertirse de facto en el líder militar que podía decidir quién conseguía la hegemonía. Pero a pesar de su enorme poder no podía reclamar el título de khan, que solo podían llevar los descendientes directos de Genghis; como tampoco el de califa, que correspondía -al menos, en teoría- a los parientes de Mahoma. Por ello tuvo que conformarse con el de amir (rey o comandante) y colocar a miembros de la dinastía de Chagatai como soberanos títeres. Aun así, hacia 1370 su poder al frente del khanato era total y decidió que había llegado el momento de ser también soberano de nombre. Mediante el matrimonio con una princesa de la dinastía Chagatai, consiguió la legitimación dinástica que le faltaba y luego traicionó a su cuñado. Tras derrotarlo y hacerlo asesinar, se proclamó en Samarcanda heredero de la dinastía Chagatai y restaurador del imperio mongol. El nuevo “emperador” dedicó los años siguientes a subyugar a las dinastías vecinas, empezando por las de etnia mongol para eliminar posibles competidores por el título. La gran fragmentación política que siguió a la desintegración del imperio de Genghis Khan le favoreció enormemente y supo usar la espada, la estrategia y la diplomacia según convenía en cada momento para expandir el territorio bajo su dominio. A pesar de proclamarse heredero del imperio mongol, su imperio nunca alcanzó ni de lejos la enorme extensión que llegó a conquistar Genghis Khan. En su apogeo se extendía desde el Cáucaso hasta el golfo de Omán y desde el Éufrates hasta el Indo, con un corredor que penetraba hasta Delhi: en total, 4.4 millones de kilómetros cuadrados frente a los 24 que llegó a tener el imperio mongol. Si Genghis Khan se hizo famoso por la brutalidad de sus ejércitos, Tamerlán no le fue a la zaga. Perdonaba a las ciudades que se le rendían inmediatamente, pero las que ofrecían resistencia o se rebelaban eran devastadas sin piedad. Así sucedió en Persia con la ciudad de Herat, que se negó a rendirse y fue reducida literalmente a escombros; y con Isfahán, que se rebeló contra los recaudadores de impuestos. Las represalias en ambos casos ascendieron a cientos de miles de víctimas, convirtiendo las conquistas de Tamerlán en las más sanguinarias de la historia medieval. Esa brutalidad, no obstante, fue acompañada de una intensa actividad diplomática. Tamerlán recibió embajadas de todos los rincones del Viejo Mundo, desde China hasta Inglaterra y España. Precisamente una de las fuentes contemporáneas más importantes sobre Tamerlán y su imperio procede de la embajada de Ruy González de Clavijo, enviado del rey Enrique III de Castilla en 1404, que quería ganarse su apoyo para hacer frente común contra los otomanos. El embajador fue muy bien recibido por el emperador en Samarcanda, la capital que había embellecido con materiales lujosos procedentes de todos los rincones de su imperio; a su regreso a Castilla escribió su crónica Embajada a Tamerlán, que ha sido comparado con el Libro de las maravillas de Marco Polo. Lo cierto es que, a pesar de la crueldad que demostró como comandante, Tamerlán es descrito también como un hombre culto y con conocimientos sorprendentemente amplios para alguien que no sabía leer ni escribir. El gran historiador Ibn Jaldún, que lo conoció personalmente en Damasco, destacó de él su inteligencia y talento para la argumentación. Tamerlán y sus sucesores demostraron una notable tolerancia de pensamiento -siempre y cuando fuese acompañada del sometimiento militar- y protegieron las artes y las ciencias; especialmente su nieto Ulugh Beg, que hizo construir un observatorio astronómico en Samarcanda. En el ámbito arquitectónico, el Imperio Timúrida es considerado el Renacimiento de Asia Central y su influencia puede apreciarse fácilmente en dos de los grandes imperios que le sucedieron: el mogol en India y el safávida en Persia. Pero el esplendor de ese imperio fue efímero. Como había sucedido con el imperio mongol, tras la muerte de su fundador el territorio unificado a costa de tanta sangre quedó dividido entre sus hijos, que pronto empezaron a guerrear entre ellos para engrandecer sus dominios. La mano de hierro de Tamerlán era lo único que mantenía unido un imperio tremendamente heterogéneo y sin esqueleto político. El emperador que había dedicado toda su vida a guerrear tratando de emular a Genghis Khan murió, como no podía ser de otra manera, cuando estaba preparando una campaña contra la China de los Ming: fue en su cuartel de invierno, cerca de la frontera, donde una enfermedad no especificada acabó con él en febrero de 1405. Su cuerpo fue trasladado a Samarcanda, embalsamado y enterrado en el mausoleo de Gur-e Amir (“tumba de los reyes”), que sería también la última morada para algunos de sus descendientes, como Ulugh Beg. En la lápida hay una inscripción que dice: “Si yo me levantase, el mundo entero temblaría”. Casualidad o no, el día en que sus restos fueron exhumados para examinarlos -el 22 de junio de 1941- Hitler rompió su alianza con Stalin e invadió la URSS. Pero ello, es otra historia.
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