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viernes, 30 de septiembre de 2022
SUTTON HOO: Un buque anglosajón con un tesoro oculto
Al poco tiempo de adquirir con su marido unos terrenos al sureste de Inglaterra, Edith Pretty comenzó a sospechar. Los enormes túmulos de tierra que salpicaban la zona no eran habituales y estaba casi segura de que ocultaban algo en sus entrañas. Tan solo unos meses antes el matrimonio había viajado a Egipto, y ella había quedado fascinada por su riqueza arqueológica, lo que en buena parte alentó su imaginación. No obstante, Frank Pretty no dio crédito a las elucubraciones de su esposa. Por ello, no fue hasta luego de su muerte en 1934 –a los ocho años de la adquisición de las tierras– cuando Edith se decidió a investigar. En su propiedad (situada a doce kilómetros del río Deben, en el condado inglés de Suffolk) se apreciaban dieciocho montículos de diferentes tamaños. Los vecinos de la zona explicaban leyendas acerca de un jinete fantasma y figuras espectrales que aparecían en aquellos campos al atardecer y se paseaban por ellos como almas en pena. También contaban que un labrador había encontrado un broche redondo mientras trabajaba en ellos. Todas esas historias no cesaban de dar vueltas en la cabeza de Edith. Finalmente, en 1938, la empujaron a contratar los servicios de Basil Brown, un arqueólogo del Museo de Ipswich. Poco se podía imaginar entonces que su curiosidad conduciría al descubrimiento del llamado Sutton Hoo, un magnífico barco funerario anglosajón (conjunto de pueblos procedentes de las tierras costeras del mar del Norte que hacia el siglo V invadieron Inglaterra) del siglo VII. Aquel hallazgo se convertiría, además, en el más importante realizado en Inglaterra, ya que proporcionaría los más exquisitos vestigios de una civilización poco conocida. Cabe precisar que todo que no era la primera vez que se excavaba en aquellos terrenos. En 1860 se realizó una primera campaña en la que se examinaron siete montículos y se encontró una gran cantidad de tornillos de hierro. No obstante, pasaron ochenta años de ello y no se conservaba ningún tipo de documentación ni registro de los objetos hallados. Solo una pequeña nota en el diario local, el Ipswich ¬Journal, dejó constancia de los trabajos arqueológicos. Para Brown fue como empezar de cero. Y lo hizo por el principio: por el montículo bautizado como "uno". Tras dos días de arduo trabajo y de extraer enormes cantidades de arena, encontró una serie de pruebas que le condujeron a pensar que el túmulo había sido saqueado por ladrones. Creyó que no quedaría nada que valiera la pena, por lo que lo abandonó y dirigió sus pesquisas al número “tres”. Pronto se percató de que aquel tampoco se había librado del pillaje. Eran tiempos difíciles y el calendario corría en su contra. El año 1938 avanzaba veloz, las noches se hacían cada vez más largas, el calor se desvanecía y las sombras de la Segunda Guerra Mundial se cernía sobre Inglaterra. Brown trabajaba infatigable y, al caer la tarde, se sentaba con la señora Pretty a comentar el estado de la investigación. Tras el montículo “tres” se dispuso a excavar el “dos”, y pronto vio cierta recompensa a sus esfuerzos. Halló un remache de hierro perteneciente a un barco, muy similar a otro descubierto en 1862 en el asentamiento de Snape, donde habían salido a la luz tres embarcaciones funerarias anglosajonas. Brown, conocedor de aquel anterior hallazgo, siguió excavando sin descanso hasta que dio con los restos de una nave funeraria. Tan solo encontró varios recipientes de vidrio, una espada y fragmentos procedentes de un escudo. Seguramente, los ladrones se habrían llevado el resto. Pero aquel remache metálico le hizo sospechar, y le dio la pista que necesitaba para encajar el puzzle de túmulos y vestigios. Guiado por el instinto, volvió a inspeccionar el primer montículo. Presentía que podría haber otro barco mortuorio anglosajón enterrado. Aquella loma de tierra era la más alta: se alzaba casi tres metros y medía cerca de 30 m de largo por 23 de ancho. Edith Pretty le asignó a su jardinero y a otro empleado para que le ayudaran a excavar. A las pocas horas, Basil Brown hizo un descubrimiento increíble. A medida que iba vaciando el túmulo de tierra fue tomando forma la enorme silueta de un barco. Los tornillos seguían en su posición original, pero no había rastro del resto de elementos. La madera y otros materiales orgánicos empleados en su construcción se habían disuelto en la arena circundante, y se había formado una especie de molde fosilizado del barco. De ahí que lo apodaran “el buque fantasma”. Brown, que tenía algo de experiencia en suelos acidificados, pronto se percató de que aquella huella en la tierra era lo único que encontraría de la nave. La tierra lo había engullido prácticamente todo. Antes de continuar excavando como si de un fósil se tratara, Pretty y Brown consultaron a expertos en recuperación del Museo Británico, y acordaron que un arqueólogo más experimentado en ese tipo de suelos se hiciera cargo de la campaña. La responsabilidad recayó en Charles Phillips, miembro del prestigioso Selwyn College de la Universidad de Cambridge y secretario de la Sociedad Prehistórica. La casualidad quiso que los ladrones de tumbas que habían saqueado el montículo “uno” no dieran con las riquezas que albergaba el buque fantasma. Se quedaron a tan solo diez metros del que resultó ser el tesoro anglosajón más fastuoso jamás encontrado en suelo británico. Phillips y su equipo no podían dar crédito a sus ojos. De¬senterraron numerosos objetos de oro, plata, bronce, hierro y madera –entre ellos, varias armas y monedas, un cetro, un casco y un escudo–, así como ropa, cuero, cerámica, cera, plumas y unos cuernos. Los entierros en barcos eran una costumbre pagana de los pueblos anglos y sajones, que, como ocurría en Egipto con las pirámides, pretendían proporcionar al fallecido los elementos necesarios para pasar a la otra vida. La riqueza y la importancia ceremonial de las reliquias encontradas dentro de la cámara funeraria llevaron a Phillips y a su equipo a pensar que el Sutton Hoo albergaba los restos de un monarca del reino de Anglia oriental (este de Inglaterra), posiblemente Raedwald o Sigebert, ambos del siglo VII. Justo cuando finalizó la excavación, Gran Bretaña entró en la Segunda Guerra Mundial. Phillips y Brown estaban sumamente preocupados por cómo proteger el yacimiento, pero el Museo Británico concentraba sus esfuerzos en poner a salvo sus colecciones de los ataques aéreos en el metro de Londres. Las noticias publicadas en el diario local de Ipswich acerca del hallazgo tampoco favorecieron la conservación del Sutton Hoo. Decenas de curiosos se acercaban y campaban a sus anchas por el asentamiento, por lo que Pretty se vio obligada a contratar a un par de policías para que vigilaran la propiedad las veinticuatro horas del día. Sin embargo, estos pronto marcharon al frente y el terreno que¬dó nuevamente desamparado ante los fisgones y los saqueadores. Aunque no por mucho tiempo. El ejército británico cubrió de tierra los montículos para utilizar la zona como campo de entrenamiento militar. Acabada la guerra, en 1945, se trasladaron los tesoros del Sutton Hoo al Museo Británico. Allí, a los seis años de su hallazgo, empezaron por fin a estudiarse. Pasaron dos decenios, y expertos del museo volvieron a investigar aquel enorme cementerio. Cerca del barco funerario dieron con tres enterramientos de cuerpos de la Edad Media; un poco más lejos, con yacimientos neolíticos (de la Edad del Bronce) y abundantes evidencias de un asentamiento prehistórico (de 2000 a. C.). En paralelo, se fabricó un molde de yeso de la huella en la arena que había dejado el barco del montículo “uno”. Y, a partir de esta horma, se elaboró una reproducción en fibra de vidrio, que pasó a exhibirse en el Museo Nacional Marítimo británico. En 1978 el heredero de Edith Pretty intentó llevar a cabo una nueva campaña, que deberían dirigir Robert Bruce-Mit¬ford, conservador del Museo Británico, y Philip Rahtz, profesor de arqueología de la Universidad de York. Pero no lo logró, ya que en aquella época la comunidad arqueológica estaba más interesada en descubrir nuevos asentamientos que en reexaminar los ya conocidos. Cinco años más tarde se emprendió una especie de misión de rescate del yacimiento. Se destruyeron los túneles que los conejos habían abierto en los montículos y se limpió la zona de los cartuchos esparcidos en tiempos de guerra. Urgía, además, proteger el recinto de los saqueos. A finales de los ochenta y principios de los noventa se realizó la mayor y última misión arqueológica. Entre otras acciones, se reconstruyeron los montículos a la altura que tenían cuando se identificaron en 1938. Además, un grupo de expertos dató por vez primera de forma precisa el barco funerario –entre los años 640 y 670–, gracias a las monedas halladas dentro de un cofre conservado en la cámara funeraria. En el 2002, el yacimiento pasó a formar parte del National Trust (organismo benéfico independiente que se dedica a la protección del patrimonio del Reino Unido), y se abrió al público. Sin el descubrimiento del Sutton Hoo y los artefactos que custodiaba, hubiera quedado relegada al olvido la importancia de Inglaterra desde el tiempo del éxodo de los romanos (a comienzos del siglo V) hasta la invasión vikinga (a finales del VIII). Sutton Hoo no es un mero camposanto, sino una rendija desde la que explorar el pasado de los primeros anglosajones.
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