viernes, 25 de octubre de 2024
HADES: El inframundo griego
Se trata de un término general que se emplea para describir al reino de los muertos regido por el dios Hades según la mitología griega. Las primeras ideas sobre el más allá indican que, en el momento del fallecimiento, la esencia de individuo (psique) se separa del cuerpo y es transportada al inframundo. En las primeras referencias mitológicas, por ejemplo, en la Ilíada y la Odisea de Homero, los muertos se agrupaban indiscriminadamente y albergaban una pos-existencia sombría; sin embargo, en la mitología más tardía, por ejemplo, en la filosofía de Platón, se comenzó a segregar a los individuos según fueran buenas o malas personas. El inframundo era normalmente referido como Hades debido al dios homónimo (llamado Plutón por los romanos) ubicado en la periferia del mundo, ya fuera en los confines del Océano, también asociado al dios del mismo nombre, o bajo la Tierra. La mayoría de fuentes lo describen como un lugar oscuro y con ausencia de luz, en contraste directo con el mundo de los vivos y con el resplandor del monte Olimpo, residencia de los dioses. El inframundo se considera un reino invisible, a menudo entendido como un estado permanente de oscuridad, aunque también como enlace etimológico potencial con Hades como “un lugar nunca visto”. Aunque es un lugar exclusivo para los difuntos, algunos héroes consiguieron entrar vivos como Heracles, Teseo y Orfeo. Los muertos podían acceder al inframundo desde varias rutas, aunque quizás el más representado es el traslado del barquero Caronte a través de un río. Este evento se representa de manera reiterada en los lécitos (vasos funerarios) atenienses del siglo v a. C. y es difícil asociar esta figura a un periodo anterior al siglo vi antes de Cristo. Aunque Caronte no aparece en las primeras fuentes mitológicas, existía la superstición de que los difuntos no accederían al inframundo a no ser que recibieran un funeral adecuado, siendo el ejemplo más célebre el funeral de Patroclo y Héctor en la Ilíada. Alternativamente, Hermes también guiaría a los difuntos hacia el inframundo y aparece en el libro 24 de la Odisea de Homero, también recurrente en los lécitos funerarios. El Hades era célebre por sus puertas, ya que uno de los epítetos del dios homónimo era el de “guardián de la puerta”. En algunas fuentes griegas el Tártaro es un sinónimo de inframundo, mientras que en otras referencias es un reino completamente separado. Hesíodo describe el Tártaro como el punto más profundo del inframundo. Al igual que el Hades, es tan oscuro que “la noche lo rodea tres veces como un collar al cuello, mientras que por encima crecen las raíces de la tierra y del océano sin cultivar”. Los habitantes más célebres del Tártaro son los titanes, a los cuales Zeus expulsó junto a su padre Crono tras haberlos derrotado. Homero escribió que Cronos se convirtió en el rey del Tártaro. Según el Gorgias de Platón (c. 400 a. C.), las almas eran juzgadas tras la muerte y en el Tártaro los malvados recibían el castigo divino. El Tártaro también se consideraba una fuerza primordial o deidad junto algunas entidades como la Tierra, la Noche y el Tiempo. En el inframundo griego, las almas de los difuntos seguían existiendo, pero eran insustanciales y vagaban sin ninguna motivación. Los difuntos en el inframundo homérico carecen de fuerza, y por lo tanto no influyen en los vivos. Asimismo no poseen sentido común, por lo que ignoran todo lo que les rodea y la tierra sobre ellos. Sus vidas en el inframundo son neutrales, todos los estatus sociales y cargos políticos desaparecen y nadie puede beneficiarse de su vida anterior en el inframundo. La idea de progreso no existía allí, en el momento del fallecimiento, porque la psique se congelaba, tanto en experiencia como en apariencia. Eso quiere decir que las almas del inframundo no envejecían ni cambiaban de ninguna manera, de hecho, su apariencia era la misma que en su fallecimiento. Si alguien moría en batalla, iría eternamente cubierto de sangre, mientras que si habían fallecido pacíficamente, se mantendrían de esa manera. En definitiva, los difuntos griegos eran considerados irritables y desagradables, pero no peligrosos ni malignos. Podían enojarse si sentían una presencia hostil cerca de sus tumbas, por lo que se les proporcionaban ofrendas para apaciguarlos y no enfadarlos. La mayoría ofrecían ofrendas de sangre porque necesitaban la esencia de la vida para comunicarse y tener conciencia de nuevo. Este hecho es mostrado en la Odisea de Homero, cuando Odiseo (Ulises) ofrece sangre de oveja para interactuar con las almas, como la de Aquiles.
viernes, 18 de octubre de 2024
WAR RUGS/ AFGHANISTAN´S KNOTTED HISTORY: Mostrando su enmarañada historia a través de sus alfombras en el Museo Británico
Como sabéis, Afganistán siempre ha sido un punto de conexión para diferentes culturas, pero también un territorio de importancia estratégica por el que lucharon dinastías e imperios. Cuando el 24 de diciembre de 1979, las tropas soviéticas cruzaron la frontera hacia Afganistán, se dio inicio a una prolongada guerra que duró diez años. A medida que el país se transformaba a causa del conflicto, los tejedores afganos comenzaron a incluir imágenes de la guerra moderna en sus alfombras y tapices. Los pájaros fueron reemplazados por helicópteros militares. Las armas ocuparon el lugar de las flores. Los demonios lucharon junto a los tanques. En el 2001, cuando EE.UU. invadió el país so pretexto de “luchar contra el terrorismo” - y de la cual fue expulsada en forma vergonzosa por los Talibanes en el 2021 - se renovó esta costumbre, fusionando de esta manera las artesanías tradicionales con el registro de la historia contemporánea creando una nueva forma de arte: las alfombras de guerra afganas. Es por ello, que el Museo Británico ha decidido montar una exposición titulada War Rugs: Afghanistan´s knotted history (Las alfombras de la guerra: Mostrando la enmarañada historia de Afganistán) abierta desde el pasado 4 de octubre, donde presenta algunas de las alfombras más destacadas de su colección, junto con una selección de objetos que exploran el complejo pasado y el turbulento presente de Afganistán. Cabe precisar que el tejido de alfombras en Afganistán es una de las artesanías más antiguas e importantes del país, a la que se dedica un gran número de ciudadanos, especialmente las mujeres. Tejen a mano, un arte que se ha transmitido de generación en generación desde la antigüedad y que se conserva en Afganistán en su forma más antigua. Según las estadísticas publicadas en los últimos años, alrededor del 45% de las exportaciones de Afganistán en los últimos años fueron alfombras, por un valor de 231 millones de dólares. En la industria del tejido de alfombras en Afganistán, las mujeres tienen un papel importante: hilan lana de oveja y recolectan las plantas necesarias para dar color. Por otro lado, la terminación de cada alfombra lleva meses, y hombres y mujeres trabajan duro para completar una de ellas. En el pasado, las mujeres de ascendencia turca en el norte de Afganistán ganaron popularidad en el tejido de alfombras y consideraban propia esta profesión, pero poco a poco otros ciudadanos también se dedicaron a este trabajo. La alfombra de Afganistán se comercializa primero en las principales ciudades del país y luego es exportada a los mercados extranjeros por hombres de negocios. Si bien las mujeres de Afganistán llevan tejiendo alfombras desde hace cientos de años pero a finales de los años 70 hubo un evento que cambió su artesanía: La ocupación del país por la Unión Soviética. El mundo de las mujeres afganas de repente estaba rodeado de metralletas, granadas, tanques y soldados, empezando a retratar en las alfombras aquello que veían. Y así nacieron las alfombras de guerra. Puede sonar violento pero es realmente un género muy extraño que a día de hoy sigue existiendo. En el 2015 aparecieron los primeros drones en las alfombras de guerra y es muy chocante ver ese contraste de artesanía tradicional con elementos tecnológicos del siglo XXI pero las artesanas solo tejen una especie de diario histórico. Tanques, metralletas y drones se han colado en los motivos de las alfombras tradicionales para crear un género nuevo. Ahora las alfombras de guerra se han convertido en una de las pocas fuentes de ingresos de las mujeres afganas, y otra vez más, su conocimiento artesanal salva la economía familiar. Los tapetes producidos en respuesta a estos eventos, pueden bien constituir la más rica tradición mundial de arte bélico del siglo XX y XXI. Cabe precisar que los términos Balochi y tapete de guerra son generalizaciones asignadas al género por los comerciantes de alfombras, galerías mercantiles, coleccionistas y críticos. La característica distintiva de este tipo de alfombrilla, es su cualidad de poder transmitir las experiencias de sus fabricantes, así como también las interpretaciones de las circunstancias bélicas, políticas y sociales de la región. Las alfombras de guerra, que en un principio eran compradas por militares, periodistas y personal diplomático y humanitario que trabajaba en la región, ahora se coleccionan y exhiben en todo el mundo y siguen produciéndose hasta el día de hoy para reflejar el cambiante panorama político de Afganistán, una historia que es contada en War rugs/ Afghanistan's knotted history y que estará abierta hasta el 29 de junio del 2025.
viernes, 11 de octubre de 2024
REZA PHALEVI: El déspota que empujó a Irán a la revolución
Agosto de 1941. Ante el estupor del Shah Reza Khan, divisiones de las fuerzas británicas y del Ejército Rojo irrumpen en Irán. Atónito, observa cómo parte de sus soldados se marchan a sus casas sin oponer resistencia, mientras los demás son encerrados en los cuarteles por las tropas invasoras. Sin la ayuda de su tan amado ejército, el reinado de Reza Khan escribe su último capítulo. “Nosotros lo pusimos, nosotros lo quitamos”, diría el Criminal de Guerra Winston Churchill días más tarde. Y es que para ingleses, rusos y americanos, la admiración que el destronado Shah profesaba al Führer alemán Adolph Hitler había ido demasiado lejos. Con una Europa en guerra, la influencia alemana sobre Irán era cada vez mayor, y el emperador se complacía con cada golpe que el III Reich asestaba a sus enemigos, a quienes él también odiaba profundamente. Con Teherán repleta de alemanes, Londres temía perder el petróleo iraní (principal fuente de combustible de su armada), y Moscú, que la Wehrmacht pudiera acceder desde allí a la zona del mar Caspio. Pero lo que más preocupaba a los aliados era la negativa del Sha a su uso del ferrocarril transiraní, mediante el que ingleses y americanos querían hacer llegar armamento y víveres a Stalin. A la vista de las circunstancias, los aliados decidieron intervenir y derrocar a Reza Khan. Pero si bien sus días como emperador habían tocado a su fin, su estirpe, la de los Pahlevi, tenía otra oportunidad. Tras el ultraje, los ingleses ofrecieron al Shah una salida honrosa: abdicar a favor de su hijo Mohamed (1919-80), a quien darían apoyo. Así es como, mientras los británicos se llevaban en un barco a Reza Khan hasta Johannesburgo, un joven de tan solo 22 años se convertía de la noche a la mañana en el nuevo Sha de Persia, quien en realidad se convirtió en un títere de Occidente. Y lo fue hasta su caída… Era el principio del fin de uno de los imperios más poderosos y prolongados de la historia. De naturaleza enfermiza y carácter tímido, Mohamed Reza Pahlevi se había formado en la selecta escuela Le Rosey de Lausana, Suiza, y en la Escuela Militar de Palacio en Teherán, donde fue sometido a la férrea disciplina que tanto gustaba a su progenitor. Tras una infancia y adolescencia lejos de las obligaciones del poder, en 1939, siendo todavía alumno de la escuela de oficiales, cumplía veinte años, se casaba con la princesa Fawzia de Egipto y era nombrado por su padre general del ejército iraní. Su primera gran responsabilidad le había sido otorgada. Pese a ello, y a que tan solo dos años más tarde accedería repentinamente al trono, al joven le interesaba más organizar bailes de máscaras, jugar al fútbol o volar en su avión particular que cualquier asunto de índole política. Pero las circunstancias relegarían su talante disperso e inseguro. Pronto intentaría adoptar la despótica personalidad de su padre. Durante el primer decenio de su reinado procuró estar en un segundo plano para seguir disfrutando de los placeres de la vida. Aun así, los primeros visos de megalomanía no tardaron en aparecer. Se deleitaba leyendo sobre sí mismo, contemplándose en sus múltiples retratos o inaugurando efigies en su honor. Su impopularidad entre el pueblo, que rechazaba sus maneras de monarca absoluto, iba en aumento. En 1949, un joven disfrazado de reportero gráfico le disparó a quemarropa, hiriéndole de gravedad. Era la prueba definitiva de que muchos deseaban su cabeza. A partir de aquel instante, un ejército de policías le rodeó en cada una de sus apariciones públicas. En 1951, el doctor Mossadegh, antiguo rival de Reza Khan, es nombrado primer ministro. Al cabo de tres días, el Parlamento aprueba su proyecto de ley de nacionalización del petróleo, toda una afrenta a sus aliados de Washington y, sobre todo, de Londres (el proyecto de ley ordenaba liquidar la Anglo Iranian Oil Company). Contagiado por el éxtasis popular, el Shah firma el decreto de nacionalización de Mossadegh, que contaba entonces con la aprobación de la máxima autoridad religiosa del país, el ayatolá Kashani. Pero, tras dos años de gobierno, la política de nacionalizaciones de Mossadegh y su decisión de expulsar a los ingleses de los campos petrolíferos, originando que las potencias occidentales mantengan firmemente el bloqueo de Irán y el boicot a su petróleo, colocaron al país al borde del abismo. Desesperado, el primer ministro escribe a Eisenhower apelando a su conciencia. Pero este no solo no le responde, sino que le acusa de comunista. En tanto, el ambiente se enrarece y un sinfín de conspiraciones, tanto de los islamistas radicales como de los partidarios del Shah, parece augurar un trágico desenlace. Es así como Reza Pahlevi huye a Roma con su nueva esposa, Soraya Esfandiary, temeroso de que la ira popular que inunda las calles de Teherán ponga en peligro su propia vida. Eisenhower le llama para tranquilizarle y para asegurarle que sigue contando con él. Es en Roma donde cae en la cuenta del riesgo de perder el trono y decide abandonar la dolce vita que llevaba hasta el momento y ejercer todo su poder. En agosto de 1953 Mossadegh es destituido por un golpe de Estado orquestado por la CIA, aunque la decisión se tomó con el beneplácito del Sha y en connivencia con el gobierno británico. Cuando regresa de su breve exilio, los estudiantes están en huelga y se suceden las manifestaciones. Con Mossadegh fuera de la circulación, el Reza Phalevi reclama la ayuda de Estados Unidos, que responde enviando 45 millones de dólares. Consciente de que necesita su apoyo, empieza a viajar con asiduidad a Washington y reabre las relaciones con Londres. Es un retorno a la venta de Irán a Occidente y el principio de su auténtico reinado. Empeñado en evitar otra crisis como la que acaba de vivir, el Shah decide emular a su padre y saltarse la Constitución de 1907, que preveía un gobierno formado por un gabinete y que limitaba al mínimo los poderes de la Corona. Así, en 1955 destituye al primer ministro Zahedi, colocado a dedo por los americanos tras la caída de Mossadegh, y se convierte en mandatario único del país. En la misma dirección cabe considerar la decisión de crear su particular puño de hierro dos años más tarde, la Savak, el temible servicio de inteligencia y seguridad interior de Irán que atemorizaría y castigaría con extrema dureza al pueblo iraní durante más de dos décadas. Un clima de sospecha, miedo y terror se extiende a partir de aquel instante por todos los rincones. Se masca de todo menos la paz. En 1958 Reza Pahlevi se divorcia de Soraya debido a su infertilidad, y un año y medio más tarde contrae matrimonio con Farah Diba, una estudiante de arquitectura con la que tendrá dos hijas y dos hijos, el mayor de los cuales, Ciro, se convertiría en el tan deseado príncipe heredero. Tras el duro período represivo de los años cincuenta, las potencias occidentales animan al Shah a introducir reformas y a modernizar el país para evitar dar argumentos revolucionarios a opositores y agitadores. Así, en enero de 1963 Reza Pahlevi declara la llamada Revolución Blanca con el fin de reforzar su poder y aumentar su popularidad. Con ella, buscaba más bien en el exterior el aplauso y el reconocimiento que se le negaban en el interior. Su primera decisión será la de ganarse a los campesinos declarando la reforma agraria y ofreciéndoles tierras. Imbuido de un falso espíritu altruista, trato de dar el ejemplo entregando sus fincas. Viaja por todo el país y regala actas de propiedad a los campesinos mientras se deja fotografiar para labrarse una imagen de benefactor. Pero el escándalo no tarda en explotar. Para su sorpresa, sale a la luz que las fincas y tierras que regala habían sido expropiadas ilegalmente por su padre tiempo atrás, por lo que tenían ya un dueño legítimo. Por si fuera poco, ordena quitar tierras a las mezquitas con el pretexto de regalárselas a los campesinos. Pero los destinatarios no serán estos, sino los más allegados al régimen: generales, coroneles y la camarilla de la corte. Cuando la noticia se extiende entre la ciudadanía provoca una ola de indignación. El país es un polvorín a punto de saltar por los aires. La población, encantada en un primer momento con los principios de la reforma agraria, comprende que la Revolución Blanca no tenía otra intención que la de lavar la nefasta imagen pública del Shah, y no la de sacarla efectivamente de la pobreza. Por si la situación no fuera suficientemente delicada, en aquella época Reza Pahlevi había decidido conceder inmunidad diplomática a todos los militares norteamericanos y a sus familias. La respuesta airada provino entonces de los mulás, los intérpretes de la religión y la ley islámica, que se quejaron de que dicha inmunidad era contraria al principio de autodeterminación. Fue entonces cuando Irán escuchó por primera vez la voz de un ciudadano de Qom, que contaba ya más de sesenta años: el ayatolá Jomeini. Tras oponerse al Sha de manera implacable, la policía lo detiene, lo que desata una catarata de manifestaciones que exigen su liberación inmediata. La mecha se había prendido en Qom. El fuego de las protestas se propagó a ciudades como Teherán, Meshed, Tabriz o Isfahán. Ante la magnitud de los acontecimientos, Reza Pahlevi manda sacar el Ejército a la calle. Corría el mes de junio. La sublevación duró cerca de medio año y se saldó con un balance de casi veinte mil bajas entre muertos y heridos. Jomeini, expulsado del país, se refugia en Nadzjef, Irak. “No esperéis, no os detengáis, no os durmáis. El Shah debe marcharse”, seguía repitiendo desde el exilio. Reza Pahlevi parecía haber ganado el pulso, pero su ofensa a los poderes religiosos acabaría costándole muy cara. La semilla de otro tipo de revolución se había plantado. Ante tal avalancha de contrariedades, emprendió una huida hacia delante. En 1967 se coronaba emperador de Irán en una fastuosa ceremonia a la que asistieron destacadas personalidades de todo el mundo. Mientras que en 1971 celebraba el 2.500 aniversario de la monarquía persa inundando Persépolis de un increíble fasto valorado en 100 millones de dólares. En el ámbito exterior, el Shah jugó la carta de la distensión y practicó una calculada política neutralista, que permitió visitar Teherán a mandatarios comunistas como el soviético Podgorny, el yugoslavo Tito o, más tarde, el chino Hua Guofeng. La jugada parecía arriesgada, pero los esfuerzos por sumar adhesiones pesaban más que la posibilidad de ofender a sus aliados occidentales. Mientras tanto, la delicada situación interna llevó a Reza Pahlevi a rearmar su ejército sin reparar en gastos. Su obsesión por adquirir grandes cantidades de sofisticado equipamiento militar a las potencias extranjeras alcanzó su apogeo en 1972, cuando la administración Nixon acordó con él la venta de cualquier clase de armamento siempre que no fuese nuclear. Gobiernos y empresas occidentales se frotaban las manos ante el ímpetu comprador iraní, sin tener en cuenta las posibles consecuencias. En octubre de 1973, los países árabes productores de petróleo limitaron su suministro mundial como respuesta al apoyo militar que Estados Unidos estaba prestando a Israel. En diciembre el Shah fijó los nuevos precios del petróleo en su país, cuyo valor se había cuadruplicado a raíz del embargo. Irán pasaba de ingresar 5.000 millones de dólares al año en exportación de crudo a recibir 20.000. Eufórico, afirmó ante la prensa internacional que “en diez años los iraníes tendrían el mismo nivel de vida que alemanes, franceses o ingleses”. Encerrado en su palacio, ordenó duplicar las inversiones, importar tecnología, construir plantas de energía atómica y fábricas de productos electrónicos y convertir el Ejército en el tercero del mundo en cuanto a potencial armamentístico. Ante su residencia de St. Moritz, en Suiza, presidentes y primeros ministros de países de primera línea hacían cola para presentarle sus propuestas. Sin prever las consecuencias de su irresponsabilidad, la orgía compradora de Reza Pahlevi arrastraría al país y a su figura a la catástrofe absoluta, dilapidando lo impensable en todo tipo de mercancías solo para descubrir que Irán no disponía de puertos para hacerlas desembarcar, ni de almacenes para depositarlas ni de personal especializado para transformarlas. Solución: contratar personal extranjero al que se pagarían sueldos estratosféricos. Una vez más, el Shah se equivocaba. Cubrir de oro a expertos del exterior suponía insultar de nuevo al sufrido pueblo iraní. En efecto, Reza Pahlevi seguía gastando al mismo ritmo que crecía el malestar entre la mayoría de los segmentos de la población. El despotismo indisimulado, la durísima represión y las dificultades financieras que se vivieron entre 1976 y 1977 (pese a los enormes ingresos procedentes del petróleo) desembocaron en un previsible estallido de violencia instigado por la oposición. Desde su exilio, Jomeini grababa cassetes con proclamas que animaban a la gente a plantar cara al Sha (“En nombre de Alá misericordioso, ¡gentes, despertad!”) y su popularidad crecía sin cesar. Mientras la Savak se ensañaba arrestando y torturando a los opositores, el proceso de desmembramiento del régimen imperial era ya imparable. Desde Estados Unidos, el presidente Jimmy Carter presionaba para que el Shah introdujera ciertas reformas democráticas, lo que, irónicamente, contribuyó a acelerar los acontecimientos. Conscientes del apremio americano, los iraníes salieron a la calle con más ímpetu. A pesar de la brutal represión, la gente empezaba a perder el miedo y las manifestaciones masivas se sucedían. En diciembre de 1978, un millón de personas desplegadas por Teherán determinaron luchar hasta derrocar al Sha y pidieron a Jomeini (por entonces en Francia por la coacción de Irán al vecino Irak) que tomase las riendas. Finalmente, a principios de 1979 Reza Pahlevi pactó su salida del país con Bakhtiar, un opositor moderado que él mismo había nombrado primer ministro quince días antes en un tardío intento de apaciguar la situación. La familia imperial tomo de inmediato un avión con rumbo a Asuán, Egipto. El Imperio se volatiliza y la República Islámica, con el régimen de los ayatolás comandado por Jomeini, toma el relevo. En los siguientes meses, Pahlevi, enfermo de cáncer linfático, recorrió varios países en busca de un exilio dorado, hallando finalmente refugio en Egipto, en cuyo Hospital Militar de El Cairo dejó de existir el 27 de julio de 1980. Desde entonces Irán, convertido en un implacable enemigo de los EE.UU. e Israel, y permanente dolor de cabeza que desbarata sus nefastos planes de dominación.
viernes, 4 de octubre de 2024
PATRIMONIO MUNDIAL: Plaza Mayor de Bruselas (Bélgica)
Conocida como la Grand-Place (en francés) o Grote Markt (en neerlandés) es la plaza central de Bruselas. Mundialmente conocida por su riqueza ornamental, está rodeada por las casas de los gremios, el ayuntamiento y la Casa del Rey (Broodhuis en neerlandés, Maison du Roi en francés). Está considerada una de las más bellas plazas del mundo. Este lugar histórico ha sido escenario de numerosos acontecimientos tanto alegres como trágicos. Por ejemplo, en 1523, los primeros mártires protestantes, Henri Voes y Jean Van Eschen, fueron quemados por la Inquisición en la Grand-Place. Cuarenta años más tarde, fueron decapitados el conde de Egmont y el conde de Horn. En agosto de 1695, cuando la ciudad era parte de los Países Bajos Españoles, durante la Guerra de la Liga de Augsburgo, la mayor parte de las casas, la mayoría construidas en madera, fueron destruidas durante el bombardeo por las tropas francesas dirigidas por el mariscal de Villeroy. Solo la fachada y la torre del ayuntamiento, que servía de diana para la artillería, y algunos muros de piedra resistieron las bolas incendiarias. Las casas que rodeaban la plaza fueron reconstruidas en piedra por los distintos gremios. La Grand-Place acoge frecuentemente acontecimientos festivos y culturales. Entre ellos, en agosto de cada año par, la instalación en su centro de una inmensa alfombra de flores, de 25 por 75 metros, compuesta de más de 500 000 plantas de begonia. La implantación de un mercado en este lugar es sin duda el origen del comienzo del desarrollo comercial de la localidad a finales del siglo XI. Un escrito de 1174 menciona un bajo mercado (forum inferius) situado no lejos del punto en el que el río Senne se hacía navegable y había sido transformado para permitir la carga de barcas. Este barrio comerciante, dependiente de la iglesia de San Nicolás, patrón de los comerciantes, se presentaba entonces como un espacio descubierto que ocupaba el emplazamiento de una antigua marisma desecada a lo largo de la vía Steenweg, importante ruta de la época que unía las prósperas regiones del Condado de Flandes y Renania. A comienzos del siglo XIII se construyeron tres mercados comerciales entre la plaza y el Steenweg. A lo largo del tramo actualmente llamado rue du Marché aux Herbes/Grasmarkt, un mercado de carne o Grande Boucherie (Gran Carnicería), y del lado de la plaza, un mercado de pan y otro de tejidos. Estos mercados pertenecientes al duque de Brabante permitían exponer la mercancía protegida de la intemperie y controlar el almacenamiento y la venta con el fin de fijar las tasas. Las obras realizadas en la plaza a partir del comienzo del siglo xiv marcan la emergencia de la importancia de las autoridades de la ciudad, constituida por los comerciantes y los artesanos, frente a la autoridad de los señores. Ante la escasez de dinero, el duque cede progresivamente una parte de sus prerrogativas relacionadas con el control del comercio así como molinos, al Magistrado, consejo de la ciudad. La ciudad de Bruselas, en competencia con sus vecinas de Malinas y de Lovaina, hace construir por su cuenta en 1362 un nuevo y vasto mercado de tejidos, por aquel entonces primera industria de la ciudad, al otro lado de la plaza. Este mercado fue representado en un grabado hacia [1650] por Abraham Santvoort, ocupando la parte posterior del ayuntamiento. Más tarde la ciudad compra para destruirlos los edificios que molestaban en la plaza y define sus límites. La construcción del ayuntamiento en varias fases entre 1401 y 1455 transforma la plaza en sede del poder municipal, que responde ante el poder central, simbolizado por el palacio de Coudenberg. En frente del ayuntamiento, el poder del duque queda presente en el edificio antiguo mercado del pan, que tomará más tarde el nombre de Casa del Rey, que pierde desde 1406 su función comercial y se transforma en un lugar de recepción y de justicia principesca. Alrededor de la plaza se construyen las casas de algunos ricos empresarios y sobre todo de los gremios, cuya influencia es cada vez más importante. La mayoría de estas casas son de madera, algunas de estas viviendas fueron reconstruidas en piedra a lo largo del siglo XVII. Tras el bombardeo de Bruselas de 1695, que la destruye casi por completo, la plaza fue reconstruida en unos años, por el gobernador español Maximiliano II Emanuel de Baviera. A lo largo de los dos siglos siguientes, la plaza sufrió importantes degradaciones. Al final del siglo XVIII, durante las guerras revolucionarias francesas se destruyeron una gran parte de los símbolos y estatuas del Antiguo Régimen. Más tarde, los edificios fueron objeto de transformaciones y renovaciones desgraciadas, fachadas estucadas y blanqueadas, decoraciones suprimidas, así como de los estragos de la contaminación. Bajo el impulso del alcalde Charles Buls, el conjunto fue progresivamente restaurado y reconstruido, gracias a planos y representaciones de época. En el centro de la plaza fue instalada en 1856 una fuente monumental en conmemoración del vigesimoquinto aniversario del reinado de Leopoldo I de Bélgica. Fue sustituida en 1860 delante de la Casa del Rey por otra, decorada con estatuas de los condes Lamoral y de Horns, decapitados en ese lugar, mientras la fuente monumental se llevó a la plaza del Petit Sablon. Treinta años más tarde, durante la Belle-Époque, fue construido un quiosco de música. Por su parte, la plaza del Gran Mercado (Gruute Met en bruselense) conservó su función secular de mercado matinal hasta el 19 de noviembre de 1959. Sin embargo, en flamenco se la sigue llamando Grote Markt. Uno de los edificios más característicos de la plaza, es el Ayuntamiento, construido entre 1402 y 1455. Llama la atención la torre de estilo gótico de 96 metros de altura, obra del arquitecto Jean van Ruysbroeck. En su extremo se encuentra una estatua del arcángel san Miguel, patrón de Bruselas, venciendo al Diablo. Hoy en día, es el único testigo de arquitectura medieval de la plaza.